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Una foto de Ama, la favorita del autor de su mamá. Siempre ha pensando que esta foto expresa su belleza y su espiritú. Foto: Cortesía de Alaitz Ruiz
Una foto de Ama, la favorita del autor de su mamá. Siempre ha pensado que esta foto expresa su belleza y su espiritú. Foto: Cortesía de Alaitz Ruiz

Cómo el español salvó mi vida

Solo hasta llegar a mis años de secundaria me di cuenta de que mi español era mi mayor posesión, y una ruta que me desviaba del mal camino.

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Era otro día normal en séptimo grado después de haber regresado del ensayo de batería en un estudio local de artes. Mi madre estaba preparando la cena, y yo trataba de explicarle que finalmente había empezado a leer la tablatura, pero no me venían a la mente las palabras en español. Como siempre, mi madre simulaba que no entendía una sola sílaba de inglés mientras yo me esforzaba por usar las palabras correctas.

A mi frustrado ser de 11 años se le escapó: “Ama, estoy cansado de siempre hablar en español en la casa. Odio que sea un lío cada vez que digo una palabra en inglés”.

A lo cual mi madre replicó: “¿Alaitz, no entiendes que te bendijeron con la posesión más importante, el español? Ustedes los jóvenes no lo entienden. El futuro te demostrará que el español es una de las mejores herramientas que se pueda pedir.  Ya verás cómo abrirá muchas puertas en el futuro”.

Le debo mucho a mi madre. Me vienen a la mente amor eterno, apoyo y estabilidad, y recientemente, me he sentido cada vez más agradecido de su insistencia y dedicación para asegurarse de que yo dominara el idioma español. Ciertamente, creo que he progresado mucho desde aquellos días.

Desde que me acuerdo yo, he hablado español en mi casa. Fue mi primera y única lengua hasta que cumplí dos o tres años de edad, es decir cuando empecé el preescolar y prekínder. Mi madre más adelante me explicaba su razonamiento para que solo hablara español: “¿Alaitz, no entiendes que inevitablemente el inglés iba a ser tu idioma dominante? Después de todo, vivimos en Estados Unidos y vas a estar conversando constantemente en inglés. Era mejor para ti que empezaras solo con español porque yo sabía que el inglés se te iba a pegar”.

Pero me disgustaba ser diferente, y todo comenzó con mi nombre, mi nombre completo como aparecía en la lista: Alaitz Kiko Ruiz-Arteagoitia. Cada vez que un profesor pronunciaba mal mi nombre, me encogía en el puesto, y odiaba que me conocieran como el niño con el nombre raro cuya familia solo le hablaba en español. Le achaco mis inseguridades desde una edad joven al hecho de que yo quería ser como todos los demás, un chico americano como cualquiera. A la mayoría de los chicos hispanos que asistían al colegio les faltaba un manejo adecuado del idioma español, y con frecuencia hablaban con sus familias en inglés. Odiaba no poder decir una frase en inglés en la casa sin que me castigaran o me regañaran. Yo pensaba: “¿Por qué soy el único que vive bajo unas normas lingüísticas tan estrictas? Todos los demás la pasan fácil”.

Mi pasado cultural es único. Mi madre es una inmigrante de España de primera generación, proveniente del País Vasco, que creció bajo la persecución de la dictadura de Franco. Es la única persona de su familia que llegó a este país, y ha pasado más de la mitad de su vida aquí desde que inmigró en sus años de universidad —pero ahorró cualquier centavo extra para asegurarse de que visitáramos a nuestra familia en España cada verano—.  Mi madre es la mujer más trabajadora y estudiosa que conozco. Después de finalizar sus estudios de pregrado de cinco años en España, le otorgaron una visa de estudiante para realizar su maestría en la West Virginia University. De ahí continuó con su doctorado en lingüística en la Georgetown University. Dedicó unos 15 años de su vida a la educación superior. Dios sabe que yo no sería capaz, pero ella ha sido un excelente modelo a seguir y una inspiración para sobresalir en los estudios.

Mi padre, por otro lado, es méxicoamericano de segunda generación. Mi abuelo se mudó a El Paso, Texas, y mi papá fue el menor de 11 hijos. Desafortunadamente, fue presa del aculturación blanca, ya que creció sin muchos de los aspectos de la cultura mexicana. Fue gracias mayormente a mi madre que mi padre aprendió español. Como lo entenderán más adelante, mi madre ha sido una gran profesora para muchos.

Ahora, agreguen otro elemento a mi crianza culturalmente única: Crecí siendo residente de Washington, D.C. Más específicamente, nací y me crié en Adams Morgan, un vecindario conocido por su diversidad cultural, pues está conectado con los latinos y otras comunidades de piel oscura. Imaginen que es el epicentro de la cultura latina en los Estados Unidos: salvadoreños, mexicanos, guatemaltecos, boricuas, dominicanos y muchos más, todos congregados en un corredor de vecindarios que los locales conocen como Uptown (Upt). No tengo tatuadas las letras Upt por casualidad; representan la crianza única que tuve e ilustra con presunción el área que me hizo un joven hombre.

Como en muchos barrios del interior de una ciudad, existen desventajas y obstáculos para la mayoría de los jóvenes en términos de escolaridad y desarrollo profesional. Yo tuve la suerte de asistir al mismo programa bilingüe desde prekínder hasta octavo grado, el cual se había extendió cuando estaba en la primaria. Sin embargo, la secundaria fue cuando comencé a notar la enorme desigualdad que atacaba a las minorías en el D.C., específicamente dentro de la comunidad de latinos. Pandilleros, chicas jóvenes con sustos de embarazo y la falta de estabilidad financiera para muchos se hicieron más evidentes mientras hacía mi metamorfosis a preadolescente. Evité los problemas a toda costa durante la mayor parte de la secundaria, pero el peligro de terminar en malos pasos era claro y más inminente a medida que iba siendo mayor.

En mis primeros años, viví en los confines de mi pequeño mundo creado por mi familia, mi hogar y mi vecindario. Ya en mis años preadolescentes quedé expuesto a los dos mundos radicalmente diferentes que me rodeaban, y esta noción saltaba a la vista para mí en el colegio. Un buen número de mis amigos de la primaria vivía en una zona de vecindarios muy adinerados y acomodados. Iba a sus casas casi exclusivamente para una “visita de juegos”, y estaba asombrado de las casas gigantescas en las que vivían. Recuerdo que me entusiasmaban en particular la variedad de meriendas y comida que aquellas no tan humildes casas contenían: “¿Ama, por qué no tenemos todos las meriendas que ellos tienen?, ¿por qué tienen casas con tres y cuatro pisos?, ¿si tienen tres carros, no crees que al menos deberíamos tener uno?”.

Ahora lamento haber cansado a mi madre con preguntas y deseos tan materialistas, pero esos ejemplos eran un indicador de que empezaba a entender que no todos podían darse ese estilo de vida.

El resto de nosotros que no vivíamos en los vecindarios afluentes estábamos al otro lado de un parque nacional grande que de manera muy conveniente seccionaba en dos el cuadrante noroeste en el que residíamos. Fue allí donde vi las circunstancias desafortunadas que muchos de mis compañeros latinos debían soportar. Para comenzar, las familias de algunos estudiantes estaban indocumentadas y, en muchos casos, también los niños. Esto por sí solo imponía una cantidad de obstáculos que parecían insuperables en relación con el estatus laboral y los conocimientos financieros.

Muchas de estas familias les hablaban a sus hijos en un español chapoteado en el mejor de los casos, por lo que muchos estudiantes debían ir a clases de refuerzo de español además de a sus programas de inglés como segunda lengua. Había estudiantes que eran reclutados por la Mara Salvatrucha (también conocida como MS-13) que los exponía al peligro a una edades muy jóvenes y frágiles. Veía con frecuencia a algunos de los padres de mis compañeros en el vecindario, fumando K2 o tomando en la mañana. Casi todos los estudiantes latinos eran aptos para recibir almuerzos gratuitos o a precio reducido, y para muchos, aquella comida simple y sin sabor representaba un alimento muy necesitado.

Escuchaba que había chicos que vendían pastillas y hacían otros mandaditos de ese tipo solo para ganarse unos pocos dólares. Éramos muchas veces los culpables de robos deliberados y desvergonzados al 7-11 local, mientras que otros compraban con el dinero que les daban sus padres. A los estudiantes latinos se les juzgaba calladamente por ser los chicos “malos”, los jóvenes escandalosos que andaban en problemas y que suspendían del colegio; los que tenían menos educación y el grupo demográfico de más bajo rendimiento. Mi colegio puede haber tenido una buena idea, pero sentía que no veían o entendían verdaderamente muchas de las luchas y retos que estos chicos y sus familias tenían.

Todo era diferente para mí porque era uno de los pocos cuya realidad no estaba en ninguno de los dos mundos, lo cual me dio una perspectiva realmente independiente acerca de todo el problema. Es decir, me permitió ampliar la perspectiva única que tenía de cómo la vida podía ser tan diferente en dos áreas separadas por menos de dos millas de distancia.

Mi madre, que conocía las tantas deficiencias de los colegios públicos del Distrito de Columbia, estaba decidida a enviarme a un colegio “magnet” de prestigio. Me era indiferente cuál secundaria escoger porque tenía amigos que iban a ir a cualquiera de los colegios que eran una opción para mí.

En ese colegio se me hizo difícil estar a la par de los estudiantes de “élite” de la ciudad. En verdad, era un ambiente extraño y extremadamente competitivo que no me agradaba tener en un entorno escolar. Mi madre hizo que fuera una prioridad que yo presentara la prueba AP Spanish sin hacer el curso; y después de que hablo con la escuela, aprobaron su solicitud. Mi puntaje en la prueba fue de 5, por lo que obtuve créditos escolares transferibles; otra de las bendiciones por cuenta de Ama.

Al concluir mi segundo año, mi afinidad por el colegio se había deteriorado hasta llegar a cero, y después de dos suspensiones, me transfirieron al colegio de mi vecindario. A pesar de haber asistido a tan aclamada institución, era cada vez más consciente de la desigualdad que afectaba a muchas minorías de mi ciudad: un amigo cercano fue presa de la adversidad económica y de una familia desconectada, pues le tocó abandonar sus estudios a los 16 años y mantener y proveer sin ayuda a su abuelo y a sí mismo. Estas situaciones siempre me conmoverán y reafirmará el hecho que yo crecí con muchisimas bendiciones.

Así como las injusticias sociales crecieron a la par de mi edad, también aumentaron los malos caminos que podía andar; y a otros en situación menos afortunada que la mía, les sucedía lo mismo. Para ellos, era: “tengo que arreglármelas de alguna forma”, por pura necesidad; en contraste con mi simple deseo de querer hacerlo. No tener un ingreso a mi disposición a una edad joven me empujó a seguir pasos que no debí. Sin entrar en la trama del mundo en el que me mezclé, debo decir que la dura realidad de los peligros y sus consecuencias aparecieron en mi vida hacia el final de mi carrera escolar.

Me sentía entre dos mundos vastamente diferentes, y me costaba el hecho de que no pertenecía realmente a ninguno. No tenía que lanzarme en un camino hacia un estilo de vida de peligro y prosperidad mínima, y ciertamente no me sentía cómodo con la idea de escalar hasta el nivel hipercompetitivo, afluente y profesional dominado por los blancos. Me sentía como un espectador constantemente y tardé muchos años en entender que podía labrar mi propio camino, independientemente de cualquiera de los mundos preestablecidos que experimenté desde pequeño.

Estaba en medio de un cruce de caminos en términos de mentalidad y estilo de vida, porque mi vida en ese momento era insostenible e insegura, y la alternativa era seguir estancado y quedarme en casa, posiblemente asistiendo a un community college. Esto no me ayudaba a aterrizar o a negar las distracciones que acechaban a causa de la vida doble que estaba viviendo. El lado positivo era que sabía que lo mejor era mudarme de ciudad y fuera de mi zona de comodidad, lo que conllevaba tener que ser aceptado en una universidad financieramente asequible.

Lo difícil de eso fue ser aceptado, sino buscar la institución de educación superior más asequible. Mis calificaciones hablaban por sí mismas (de nuevo gracias a amá por presionarme), y sacaba a relucir mi herencia hispana, bilingüismo y biculturalismo al máximo. Una vez más el español demostró ser mi posesión más preciada y un obstáculo hacia el camino equivocado, y solo en la secundaria fui completamente consciente de eso. Gracias a mi madre y a una consejera escolar, pude ingresar a la Temple University con casi una beca completa, salvo gastos de vivienda. De nuevo, sin importar el mundo en el que estuviese, el español había venido a salvarme la vida, y comencé a darme cuenta.

Cuatro años después, sigo bien metido en mis estudios mientras me preparo para graduarme en mayo de 2020. He usado el bilingüismo a cada paso en cada tramo a medida que voy construyendo mi experiencia profesional. Es realmente hermoso ver como un idioma del extranjero te puede abrir tantas puertas en este país. Hoy en dia, soy parte de la mesa directiva de la sede en Temple de la Association of Latino Professionals for America*, y ascendí desde un internado sin salario hasta un puesto de medio tiempo en Desarrollo de Negocios en AL DÍA News Media. Me siento muy agradecido de haber sido bendecido con la habilidad de hablar otro idioma y de haber crecido con culturas extranjeras. Sin importar lo que esté haciendo en la vida, siempre tendré la habilidad de hablar, escribir, leer, comprender, pensar e incluso soñar en español.

Mi relación con el español siempre irá en conjunto con mi amor por mi madre. Ahora disfruto de cada oportunidad que tengo de hablar el idioma; ya sea en la oficina de AL DÍA entre diversos latinos o simplemente con un nuevo amigo chileno de mi clase. Me encanta aprender diferentes dialectos y agregar palabras vernáculas a mi vocabulario; recuerdo que le dije al chileno: “Nunca pensé que agradecería tanto hablar en español con un compañero. El amor de mi madre por el idioma y sus innumerables enseñanzas están empezando a quedarse en mí”.

Siempre estaré agradecido y en deuda con mi Ama por mucho más que haber sido mi madre: por ser la mejor profesora y el mejor sostén que pude haber tenido.

*[Asociación de Profesionales Latinos para América]