Una conversación imaginada: El encuentro de la ciencia y la fe
Nos encontramos en los jardines Barberini en las afueras de Castel Gandolfo. Vamos allí para encontrar un poco de tranquilidad antes de que se termine la…
Nos encontramos en los jardines Barberini en las afueras de Castel Gandolfo. Vamos allí para encontrar un poco de tranquilidad antes de que se termine la Escuela de Verano del Observatorio Vaticano 2016. Tal vez lo que nos atrae es la fuente —el tema de la reunión de cientificos este año es el agua— o tal vez es la sombra que ofrecen los árboles durante el calor de julio. Cuando lo veo caminando hacia el patio desde el otro lado, me hago a un lado porque no quiero molestarlo, pero él me señala: “¿Es usted una de las estudiantes de la escuela aquí?”.
“Sí, Santo Padre”.
“¿Camine conmigo?”.
“Si lo desea, su Santidad”.
Caminamos en silencio mientras una agradable brisa del lago susurra entre las hojas y las cigarras cantan.
“¿Es Ud. astrónoma, entonces?”.
“No, Santo Padre. Soy una profesora de química que quería aprender acerca de las moléculas interestelares. Soy una estudiante, una vez más, a mi edad. ¡Imaginese!”.
“Ah. Yo estudié química”, reflexionó, “¡Otra ocupación en la que uno viste de bata blanca!”. Se rió.
“¿Y es usted una mujer de fe así como una científica?”.
“Católica desde que tenía 8 días de edad. Bautizada por un Jesuita”.
Me sonríe. “¿Y cuál es su opinión acerca de mi encíclica del año pasado, Laudato Si’?”.
Me detengo a pensar un momento. Me mira, repentinamente avergonzado.
“Lo siento, no debería haber presumido que lo haya leído. ¿Lo ha leído?”.
“La mañana de su publicación, de principio a fin, y muchas veces más desde entonces. ¡Y puedo decirle, me hizo feliz encontrar una pequeña mención de mi propio campo, la mecánica cuántica!”.
“Y…”
“Como una mujer de fe me gustó que empezó con la poesía de San Francisco, pero como profesora de ciencia, estaba encantada que en solo cuatro frases ya nos había dado una lección de química —que nos recuerda que los mismos elementos químicos constituyen la tierra y nos constituyen a nosotros—. Lo pone todo en un contexto sólidamente de la ciencia, y también de nuestra fe”.
Luego de decirle eso, vacilé. “Cuando se publicó Laudauto Si’ había personas —incluso algunos de nuestros políticos católicos— que decían que la Iglesia debe dejarle la ciencia a los científicos. Es un modo horrible de decir que los científicos no pueden tener fe o que de alguna manera tienen que dejar a Dios al entrar al laboratorio. Porque dicen, recuerde a Galileo”.
Él suspiró. “Cada vez que menciono la ciencia, gritan ‘¡Galileo!’ ¿Se equivocó la Iglesia sobre Galileo? Sí. ¿Significa esto que siempre estamos equivocados acerca de la ciencia? ¡No! Considere a Gregor Mendel, el monje agustino que plantó las semillas para la genética, o al Padre Georges Lemaître quien propuso la teoría del Big Bang. ¿Y conoce usted a Laura Bassi, otra profesora de física y química, que era también católica?”.
“La primera mujer nombrada profesora de física, en Bolonia? ¡Sí, sí!”.
“Usted sabe que el papa Benedicto fue su patrocinador?”. Hizo una pausa y sonrió, “Benedicto XIV, no mi predecesor”.
“Ella tuvo doce hijos, y realizó ciencia maravillosa. Yo tengo nada más dos y me fue difícil. En serio, Santidad, es importante para mí que mi Iglesia no crea que los científicos son ateos o herejes. Usted argumenta con fuerza que la fe no debe ignorar la ciencia, los dos aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambos. Realmente un diálogo crítico en nuestro tiempo”.
“Profesora, la Iglesia no pretende detener el progreso de las ciencias. La Iglesia se alegra del admirable progreso científico reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana, en las ciencias tanto como en las artes. Si creemos que la fe y la razón son dos dones de Dios, deben enriquecer e informar a los demás. No hay que verlos en distintos lados de un gran abismo, de espaldas el uno al otro. No me olvido de la ciencia que aprendí antes de entrar al seminario”.
“No son tan diferentes en mi opinión, la ciencia y la fe. Uno de sus jesuitas, Walter Burghardt, que vivía en Filadelfia —donde vivo yo— dijo que la contemplación era una larga y amorosa mirada a lo real. A menudo pienso que es una buena descripción de la ciencia, también. Somos gente apasionada que pasamos mucho tiempo en el estudio de las cosas reales que nos rodean. Incluso de las cosas que no consideramos preciosas ni bellas; mi sobrina estudia arañas”.
“¡Estoy de acuerdo! ¿Se puede negar la belleza de un avión?”. Hizo un gesto hacia a las estelas de vapor cruzando el cielo, “¿o de un rascacielos? ¿o de esa araña que teje su tela que un jardinero pronto destruirá, porque piensa que arruina la belleza del jardín?”.
“Pero a veces quisiera animar a la ciencia a mantener un ritmo más contemplativo. ¿Por qué no avanzar con menos prisa, para averiguar cuáles avances científicos enriquecen todas nuestras vidas y cuáles son delirios de grandeza, escondiendo lo que más profundamente apreciamos, nuestra propia dignidad como criaturas de Dios? Necesitamos más científicos que saben que son místicos. Científicos que tengan una sed por Dios al igual que cualquier teólogo. ¿Quizás más, eh?”.
Los dos saltamos cuando nuestros teléfonos suenan en nuestros bolsillos, advirtiéndonos de que la recepción esta a punto de comenzar.
“Me tengo que ir, profesora”.
“Y yo también”.
Pido su bendición. Su mano se posa brevemente sobre mi cabeza, su voz cálida invocando el Padre, Hijo e Espíritu Santo al trazar la señal de la cruz. Se dirige de nuevo hacia el Observatorio, sus ropas blancas ondean sobre sus zapatos negros desgastados, y yo le sigo.
Despacio —pienso— despacio.
Michelle M. Francl es una profesora de química en Bryn Mawr College, así como escritora y teóloga católica. Ha escrito sobre ciencia y cultura para Slate y Nature Chemistry, y sus reflexiones sobre la espiritualidad católica aparecen regularmente en CatholicPhilly y en su blog, Quantum Theology.
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