Un joven fotógrafo y su madre enferma de Covid-19 retratan las dos caras de la pandemia en las familias
En los hospitales, la soledad del paciente es extrema; en las casas, sus familiares confinados esperan una llamada con angustia.
A mediados de marzo, justo la semana en que se declaró el estado de alarma por la pandemia del coronavirus en España, el padre de Bóreas Talens (22), se subió a su coche en plena madrugada y condujo 800 kilómetros desde Valencia, en el levante español, hasta la vecina Cataluña para recoger a su hijo y llevarlo de vuelta a casa.
“(El presidente del gobierno catalán) Torra había anunciado que iba a cerrar las fronteras y nos daba miedo quedarnos aislados y sin posibilidad de cuidarnos los unos a los otros”, cuenta el fotógrafo.
Como si de una premonición se tratase, al poco su madre empezó a sentirse mal. “Tosía, sufría incontinencia y se ahogaba un poco. Había pasado hace unos años la gripe A y llegó a estar en coma una semana, así que nos empezamos a preocupar”, dice. No obstante, ella se resistía a ir al hospital; apenas el confinamiento había empezado y su madre aducía que era la ansiedad producida por el aluvión de noticias desagradables de los medios.
A los días, su madre fue ingresada por una enfermedad renal grave, justo cuando los hospitales y las unidades de cuidados intensivos empezaron a llenarse de enfermos de Covid-19.
“Le hicieron las pruebas del coronavirus tres veces y dio negativo, pero cuando ya llevaba una semana ingresada, dio positivo. Mi padre, que me había acompañado a verla al hospital, mi hermano y yo podíamos estar también infectados”, cuenta Bóreas.
Por suerte, ninguno de ellos llegó a presentar síntomas.
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Los primeros días, Bóreas no tuvo problemas para ir a visitar a su madre, que era la única paciente que había dado negativo en una planta donde todos los demás eran enfermos de coronavirus. “Siempre voy cargado con la cámara, le tomé algunas fotos y le propuse que, para distraerse, hiciera lo mismo con su móvil”, explica el valenciano, quien recuerda que muy a pesar de los controles policiales que se establecieron durante esa primera semana de confinamiento, dentro del centro hospitalario el ir y venir de gente era constante y bastante libre.
“Subí en el ascensor con una mujer que iba a ver a su marido, al que habían ingresado en la UCI con coronavirus. Yo llevaba mascarilla y unos guantes de cocina porque no sabía si tenía el virus, pero la mujer iba totalmente desprotegida. Me dijo que ya sabía que lo tenía y que le daba igual. A la semana, las medidas de seguridad cambiaron y ya no nos dejaron entrar”, sostiene.
Ahora su madre lleva más de un mes aislada, sometiéndose a diálisis y tratada para el coronavirus, aunque espera que pronto le den el alta: “Ha dado otros tres negativos y suponen que ya no corre peligro, pero lleva el aislamiento como puede, con el impacto de que los médicos la atiendan con unos trajes de protección y tener que enfrentarse sola a ambos tratamientos”, dice Bóreas. “Estoy pidiendo que vayan a verla psicólogos, que le hagan algo de acompañamiento, porque es duro”.
Mientras tanto, madre e hijo siguen retratando cada uno en la distancia la cara y la cruz de una misma situación: la angustia de los enfermos de Covid-19 que están aislados de sus familias y la de los familiares confinados en sus casas, pendientes de recibir noticias.
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