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El escritor Juan Pablo Villalobos. Vía Milenio. 
El escritor Juan Pablo Villalobos. Vía Milenio. 

Juan Pablo Villalobos: “Las ciudades son de quienes las invadimos”

El mexicano Juan Pablo Villalobos explora en “La invasión del pueblo del espíritu” cómo los discursos identitarios son lo opuesto a vivir en comunidad. …

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Pedro & Daniel

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Migrar es viajar en el tiempo. Nos desplazamos de un continente a otro y de repente nos convertimos en el futuro de los que dejamos atrás; a seis, ocho, quince horas de diferencia. Con los ojos y el corazón puestos en ese pasado que llevado a nuestro presente es un puro constructo. Como la idea de identidad. La nostalgia, dice el escritor Juan Pablo Villalobos, es lo peor para un expatriado porque le impide vivir en la realidad; una añoranza no solo de la tierra, sino de un tiempo idealizado que alimenta los discursos del odio y es instrumentalizado por la ultraderecha. El afán de definirse en base a lo que nos separa del otro -éramos mejores, más puros, más inocentes…- es lo opuesto a vivir en comunidad.

“No necesito ser nada”, afirma. Estamos sentados en un café barcelonés a siete horas de su México natal, viviendo en el futuro de los que allí se quedaron. Villalobos lleva 16 años residiendo en Barcelona (España); llegó en 2003 y desde entonces su carácter y también su escritura ha ido cambiando conforme lo ha hecho esta ciudad, que podría ser todas. En un contexto de odio identitario, de turismofobia y xenofobia como respuesta a la gentrificación de los barrios. “Las ciudades -añade- son de quienes las invadimos, y no de quienes nacieron allí”.

En su última novela “La invasión del pueblo del espíritu” (Anagrama, 2020) el lenguaje ha mutado, se ha vuelto transfronterizo: se habla de “lenguas colonizadoras”, de “aborígenes”, de personas “conosuereñas”, “lejanorientales” o peninsulares para hackear nuestro feo vicio de catalogarlo absolutamente todo, también a las personas. De extraterrestres, incluso. A través de la historia de Gastón, su perro “Gato” que se está muriendo, su amigo Max, y el hijo de Max, Pol, que vuelve de la Tundra, helado y con el horror de que intentemos colonizar otros planetas -si es que “todos somos extraterrestres”, dice -, y de Yu, del odio racial del rabio, de la violencia, de los que huyen de un lugar porque no se sienten parte, y los que se marchan porque no tienen más remedio. Y también de un barrio, del tuyo. Todo lo que ocurre en “La invasión del pueblo del espíritu” puede estar pasando en la puerta de tu casa.

¿Estamos solos?, esa es la pregunta que trata de respondernos Villalobos. 

 

¿Uno deja alguna vez de sentirse un expatriado?

Llevo haciéndome esta pregunta sobre qué soy como migrante desde hace diez años, cuando escribí “No voy a pedirle a nadie que me crea”; entonces yo quería serlo todo -argentino, peruano, catalán…-, veía la identidad como algo omnívoro y por eso la escribí empleando varios registros dialectales. Pero ahora mi respuesta es otra, casi budista: Puedo no ser nada. No necesito ser nada. 

Creo que la nostalgia es un ataque muy pernicioso y que nos sucede mucho a los expatriados: una añoranza de la tierra natal, de la infancia y la adolescencia -que es el tiempo de las primeras veces- y que puede ser muy perjudicial, porque no estás en el presente, en la realidad. Una cosa que me encontré en los cuadernos del pintor Gabriel Orozco es que decía que uno debía hacer arte de su cotidianidad, que cuando se hace arte con lo que tienes lejos se vuelve exótico. No solo hay que pensar esto en términos geográficos, sino temporales; exotizar el pasado es lo que hacen los discursos de ultraderecha. 

En la novela jamás se dice de dónde son los personajes, te la pasas intentando adivinar su origen en función de los estereotipos; el diván, la pasión por el fútbol, la mención al Mejor Jugador de la Tierra -Messi-... ¿Por qué tenemos tanta manía por catalogar?

Lo que me interesaba es que el lector pudiera sentir que lo que les ocurre a ellos está sucediendo en todos lados; los personajes, como todos, están viviendo en un contexto que les condena a enfrentarse entre ellos. La reacción a la gentrificación es la xenofobia -¿por qué será que esos chinos están comprando tantos lugares?-, la turismofobia es también xenofobia. Son paradojas que muestran que vivimos en un capitalismo extremo que nos ha abandonado. Por eso la cuestión que hay en la novela de plantearse la vida en otros planetas, que es a la vez plantearse la vida en la Tierra. ¿Estamos solos? Si vivimos o no en comunidad.

Los valores de la comunidad no son los de la identidad; las construcciones identitarias son excluyentes y los que se quedan fuera padecen las violencias simbólicas y reales de quienes se erigen en defensores de la propiedad del espacio geográfico. 

Si es que todos somos el producto de colonizaciones… 

Las ciudades son de quienes las invadimos, no de quienes nacieron allí, como dijo Bob Pop. Por eso hago el juego humorístico de hablar de la colonia y la lengua colonizadora, porque el español ha sido un instrumento de violencia y como mexicano soy el resultado de eso, de un proceso de colonización. La historia es lo que es…

Leyéndola me cuesta adivinar que su autor sea mexicano. ¿Eso es producto también de ese “viaje en el espacio-tiempo”?

Cada novela tiene que proponer su propio lenguaje. Después de llevar diez años viviendo fuera de México me parecía impostado continuar escribiendo como mexicano, porque la lengua cambia, tu carácter está contaminado por el lugar donde vives; en mi caso, el español de Barcelona, ni siquiera el de España. No hay literatura posible, así lo veo, si no estás traicionando al habla común. 

Al mismo tiempo, lo que ha cambiado en mí, y es importante, es mi manera de entender el humor. La forma de humor más común funciona a través de la humillación y el cinismo, y yo quería provocar sonrisas sin recurrir a las jerarquías y sin renunciar a la empatía y la ternura. 

El cinismo y la ironía imponen distancia. Cuando eres cínico nada te conmueve y no quiero contribuir a un ambiente en que el humor alimenta los discursos del odio.

Eso es muy cívico...

Es que es lo que más me preocupa. Hay una idea a la que no paré de dar vueltas y es que ser buena persona es un privilegio; cuando estás acorralado no te lo puedes permitir y te pones a la defensiva, agrediendo al otro. En México, sin ir más lejos, hemos perdido el espacio público, y sin eso no hay nada. Toda la violencia contra las mujeres y la degradación que vive el país tiene que ver con esa pérdida. Si ya no puedes dejar a una niña en la calle veinte minutos sin que ocurra nada, eso es la ley de la selva. Es el neoliberalismo feroz que está viviendo Latinoamérica, donde uno ya no sale a la calle nada más que para gastar dinero en el centro comercial o el club -si es que puede- porque las plazas son peligrosas y el mensaje es que solo sobrevive el más fuerte. 

A mí me perturba mucho el incivismo en la calle, ahí empieza todo.

¿Hasta qué punto ese civismo, o esa responsabilidad, está también dentro de los libros? Me refiero a la polémica de “American Dirt”. ¿Se puede escribir sobre cualquier cosa?

Se puede, eso lo defenderé siempre. Lo que no puedes esperar es salir impune de eso.

El problema con la obra de Jeanine Cummins no es que la escribiese, sino que no se hiciese responsable. Y más que eso, el problema fue todo lo extraliterario, el marketing de su novela y la construcción de un discurso en redes para intentar legitimarla cuando es obvio que no se puede. Tal vez hubiera pasado desapercibida sin esa operación de mercadotecnia.

Nadie censura a nadie, lo único que están diciendo es que no les gusta tu libro, y esas son las reglas del juego. Cuando escribí el libro de no ficción “Los niños migrantes” tuve mucho pudor con la promoción, porque detesto la instrumentalización de ciertos discursos; me parece muy obsceno que se utilice una desgracia para promocionar las propias obras y eso ocurre a menudo en redes, emplear el asesinato de una chica o la precariedad de una comunidad para postear: “Yo ya lo conté en mi libro, va por la tercera edición”. Si te cae una tonelada de mierda encima es que algo hiciste. Debemos ser responsables.