Getsemaní: una tarde en el colorido barrio favorito de Cartagena
Sus calles, sus muros y sus plazas quedarán fijados en tu memoria, pero su gente quedará clavada en tu corazón. Un lugar que no te puedes perder en Cartagena.
Para muchos viajeros que buscan experiencias diferentes y que desean salir de las actividades turísticas tradicionales y acartonadas, pasar el rato en este tradicional barrio cartagenero es la mejor opción.
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Lastimosamente no pude conseguir cupo en ninguno de los hostales y hoteles de la zona. No me sorprendió ya que era un fin de semana con lunes festivo en Colombia y los viajeros, ya muchos vacunados, han decidido dejar el encierro para viajar a esos lugares con los que han soñado durante el confinamiento.
Aunque ya había visitado Cartagena, esta vez quería aprovechar mi conocimiento previo para intentar pasar como local, imposible con esta piel blanca como la leche con algunas partes que el sol casi nunca ve, y así poder obtener una experiencia más auténtica y lejos de los guías o los promotores turísticos (no tengo nada contra ellos, son muy cordiales).
Me hospedé en el barrio Manga, separado de Getsemaní por un puente que atraviesa la bahía, un barrio que mezcla hermosas casonas republicanas con modernos edificios y que, aunque ha venido adquiriendo popularidad entre los viajeros, conserva la esencia de un barrio local, justamente lo que buscaba.
Poder sentarme en la tradicional tienda de barrio, esta con un toque especial aportado por una fachada adornada por largos tablones que semejan una cabaña de playa, es posible en Getsemaní. “Las Tablitas” me esperaba con una cerveza helada, de las botellas de 750 cc, para descansar y empezar a sentirme como un cartagenero más.
A través de las puertas abiertas de dos casas, como casi todas las de este barrio, un par de familias servían un almuerzo que, aunque recién había desayunado, me hizo agua la boca. Tres hermanos se sentaron en el andén con sus platos soperos llenos de arroz, ensalada de payaso (ensalada a base de remolacha), carne desmechada (o como la llaman en Cartagena, esmechada) y, por supuesto, no podía faltar un vaso de jugo de corozo. Si fuera un poco más valiente les habría pedido una probadita, de seguro habrían dicho que sí.
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Luego de pagar mi cerveza, caminé sin afán contemplando la belleza arquitectónica del barrio y su encanto único, pero lo que siempre llamaba mi atención era la dinámica que los vecinos, para quienes somos invisibles (los buenos viajeros, los que no intentan adueñarse de sus espacios), le aportan a esta encantadora escena. Hombres jugando parqués, mujeres haciendo trenzas, niños jugando, vecinos tomando la siesta en una hamaca o en una silla mecedora, hacen parte de la escenografía de este lugar que intenta vivir su vida sin dejarse devorar por la industria del turismo.
Tras deambular por callejones adornados con sombrillas colgadas de cuerdas y maravillarme con los graffitis y las muestras de arte que usan los muros de las casas de la época colonial como fondo, llegué al corazón de Getsemaní. La Plaza de la Santísima Trinidad y su iglesia, con el mismo nombre, cerraron mi visita, esas que no quieres que terminen. Allí, viendo a los niños jugando con un balón de fútbol en medio de los turistas que intentan hacerse la selfie perfecta, y apreciando a diferentes artistas callejeros que hacen de esta plaza su escenario, dejé de pensar en el tiempo y con un picnic de frutas, frescas y deliciosas, compradas a los vendedores que se mueven por las diferentes calles del barrio, el día se me fue volando. Lo mejor, nadie quizo venderme ningún producto o servicio, solo me dejaron ser.
Al caer la tarde, un grupo de carritos, con deliciosas comidas callejeras, al mejor estilo de La Heroica, se ubican en un extremo de la plaza y, mientras en la iglesia se celebra la misa, en las calles la gente celebra la llegada de la noche y así el inicio de las excitantes jornadas bohemias que también allí, en Getsemaní, se disfrutan sin igual al ritmo de salsa, son cubano, boleros y, por supuesto, la infaltable champeta.
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En mi camino de regreso a Manga compré una piña colada en uno de los puestos que los vecinos han instalado en el frente de sus casas para aprovechar la presencia de viajeros y ganar un poco de dinero extra. Me voy con la satisfacción de haber encontrado lo que buscaba, y con la seguridad de saber que regresaré, ojalá muy pronto.
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