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Le guste o no el futbol americano, cualquier extranjero residente en EE.UU. se acuerda de la primera vez que vio la Superbowl rodeado de americanos. En el caso de esta reportera de Barcelona, fue en un apartamento de Williamsburg, Brooklyn, en compañía de tres arquitectos veintañeros de Virginia.  Foto: Wikimedia /Commons 
Le guste o no el futbol americano, cualquier extranjero residente en EE.UU. se acuerda de la primera vez que vio la Superbowl rodeado de americanos. En el caso de esta reportera de Barcelona, fue en un apartamento de Williamsburg, Brooklyn, en compañía…

Mi primera Superbowl

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Aprovechando que los Philadelphia Eagles acaban de proclamarse campeones de la Super Bowl, ayer me dejé llevar por la nostalgia e indagué en mi dietario para recordar la primera vez que vi una Superbowl por televisión. Era febrero de 2004 y hacía unos meses que vivía en Nueva York, donde me había mudado de Barcelona para hacer unas  prácticas en el Museo del Barrio, un destacado museo de arte latinoamericano, a los pies del Harlem. Entonces tenía 25 años y no tenía ni idea de lo que era la Superbowl, hasta que una noche, en la inauguración de una exposición en Hell's Kitchen,  conocí a un guapo arquitecto de Virginia mientras nos peléabamos por el último appetizer. 

  -Si quieres tener una auténtica experiencia americana, tienes que venir a cenar a mi apartamento el próximo domingo. Veremos la Superbowl por la tele con mis compañeros de piso.

Eso fue lo que me dijo Ben, que si se llamaba el apuesto arquitecto, con su marcado acento del sur, antes de despedirnos. Recuerdo que hacía mucho frío y que la ciudad estaba cubierta de nieve. Al salir de la exposición, Ben me llevó a uno de esos típicos bares americanos con las puertas de madera de vaivén, banderitas de barras y estrellas colgadas en el techo y las camareras con tops escotados y sombrero de cowboy. “Clinton was here”, podía leerse debajo de una fotografía de Bill Clinton abrazado a una de las camareras. Ben y yo estuvimos bebiendo cerveza y mascando tabaco (él), hasta que el alcohol hizo su efecto y permitió que su acento sureño mientras me contaba que su libro favorito era La Divina Comedia ya no fuera ningún impedimento para mis limitadas capacidades idiomáticas. En el taxi guardé su número en la memoria de contactos como “Dante Alighieri”.  Al día siguiente no recordaba su nombre real.

El domingo siguiente, siguiendo su invitación, me presenté en su apartamento de Willambsburg con una caja de Becks en la mano y una buena dosis de vergüenza acumulada. Seguía sin recordar si se llamaba Danny, John, Ben o Rob. El chico que me abrió la puerta, Jim, me sacó de dudas:

Beeeeeeeeeeeeeeeeeeennn !!! The Spanish girl is here – gritó por el pasillo.

Jim, Bob y Ben se conocían desde pequeños. Los tres estudiaron en la misma escuela primaria y en el mismo instituto, el Saint Gertrude High-School de Richmond, Virginia, y sus madres eran voluntarias en la parroquia del municipio. El padre de Ben era arquitecto. Los padres de Bob y Jim eran empleados de banco.

– Tienes suerte, justo hoy ha llegado una caja de llena de comida que me ha enviado mi madre– me explicó Jim, gorra de béisbol a la cabeza y  zapatillas deportivas en los pies, igual que sus dos compañeros. –. Y dentro hay un meat loaf cocinado por mi abuela. ¿Te apetece probarlo?

Tuvieron que aclararme que el meat loaf es un pastel de carne típico del sur de Estados Unidos. En mi casa, en Barcelona, cocinan algo parecido, que llamamos "albondigón", pero dudo que mis padres me lo envíen nunca por correo si vuelvo a vivir en el extranjero. 

Los tres parecían contentos de tener a una chica en casa. Me enseñaron sus habitaciones, las pantallas gigantes de sus ordenadores, sus proyectos de arquitectura en tres dimensiones, las fotos de sus viajes por Europa. Ben me contó que había tenido una novia española, de Toledo, que conoció en los San Fermines (las famosas fiestas con toros de Pamplona).

– Elisa pretendía que me fuera a vivir con ella, a la casa de sus padres – me explicó Ben, sorprendido de que en España la gente viviera con los padres hasta tan tarde.

Después de aguantar varias comidas con la familia de la novia en Toledo, donde casi nadie hablaba inglés, Ben decidió romper con Elisa y regresar a Nueva York.

–  Mi madre quiere que vuelva a Virginia y me case con la vecina– me confesó. Ben debía tener unos 28 años, tres o cuatro más que yo. Estábamos los cinco en el sofá de su espacioso apartamento de Williamsburg, esperando a que empezara la Superbowl. Por la ventana se veían las aceras cubiertas de nieve y las luces parpadeantes del colmado 24 horas. – La verdad es que no descarto volver a Virginia más adelante para crear una familia- añadió, dando un sorbo a su cerveza. Pero en Nueva York tengo la vida muy bien montada: he conseguido un buen trabajo y comparto piso con mis mejores amigos en el barrio más cool de la ciudad. Encima me sobra dinero para viajar.

Ben y sus amigos me hicieron sentir cómoda. A Ben sobretodo, le parecía curioso que una española hubiera venido a Nueva York para hacer unas prácticas en un museo. Después de su experiencia en Grecia y en España, creía que los jóvenes de los países mediterráneos éramos incapaces de abandonar la familia y vivir en el extranjero. Algo de razón tenía.  Tampoco le parecía raro que hubiera estudiado Administración y Dirección de Empresas y quisiera dedicarme al arte. En EE.UU no es como en España: la gente no decide su futuro profesional sólo en función de sus estudios, me explicó. Él mismo había empezado estudiando Arqueología para acabar dedicándose a la Arquitectura.

Abrimos unas Becks y nos acurrucamos en el sofá. Estábamos en febrero pero en la sala de estar de Ben todavía quedaban restos de decoración navideña: estrellas de purpurina en las ventanas, lazos rojos en el pomo del mueble-bar, una postal con el Niño Jesús encima de la tele. Jim preparaba la cena en la cocina y asomaba la cabeza de vez en cuando para comentar en voz alta el partido. A Jim le gustaba cocinar. Su especialidad eran las alitas de pollo rebozadas con patatas Lays sabor barbacoa. Me levanté para espirarle de cerca y memorizar la receta: barnizar el pollo con miel y aceite, enganchar trocitos de patata desmigajada con un tenedor y meter en el horno. También preparó raviolis con salsa de tomate y una ensalada con aliño “Thousand Islands”. Desenvolvió el paquete de Meat Loaf de abuela, lo calentó en el microondas y nos llamó a cenar.

Ben, Jim y Bob me hicieron sentar a la cabecera de la mesa, no sé si por caballerosidad o por ser el único sitio que quedaba de espaldas a la televisión. Lo de ser la única chica era un chollo. Sin apartar la vista del partido, se peleaban por servirme la comida y me dejaron repetir de Meat loaf tantas veces como quise.  Estaba delicioso. Jim nos habló de la carta que le había enviado su madre junto a la caja de comida, en la que le contaba el último almuerzo de beneficencia que había organizado en Richmond. Las madres de los tres chicos eran muy religiosas y no les gustaba nada Nueva York. 

– Esta ciudad les parece demasiado liberal– dijo Ben-. Les parece aún más extraño que vivamos en Williambsurg y que nuestros vecinos sean una familia de sikhs o judíos ortodoxos.

(Me pregunto ahora si las madres de esos chicos votaron el año pasado a Donald Trump).

De postres, Bob sacó del congelador cinco tarros de helado Ben and Jerry’s y abrió una caja de mini chocolatinas Mars. Mis ojos se iluminaron. Tras unos segundos de duda, me serví tres bolas de “Chunky Monkey” – helado de plátano con trocitos de nuez y caramelo –  y una de “New York Super Fudge Chunk” : helado de chocolate con caramelo y nueces pacanas. Así, viendo la Superbowl y comiendo helado en compañía de tres americanos, me inundó una agradable sensación de ser feliz. Hasta que de pronto,  Janet Jackson rompió el equilibrio de mi felicidad.

– What was that, guys??? – exclamó Ben, levantándose de golpe del sofá. Sí, lo habia visto bien. En una actuación en el entreacto del partido, Janet Jackson había mostrado un seno frente a las cámaras. 

El comentarista del partido en la televisión tartamudeaba. Tampoco  acababa de creerse lo que había pasado. Sí, señores: la Superbowl 2004 pasó a la historia por el seno que enseñó Janet Jackson mientras cantaba junto a Justin Timberlake. Yo, en cambio, la recordaré siempre por el atracón de calorías y cerveza que me pegué junto a tres chicos de Virginia que mascaban tabaco y se lo pasaban en grande en Nueva York.

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