[OP-ED]: ¿Todos contra todos?
La historia registra que en todas las épocas ha habido conflictos: sólo cambia el nombre y las circunstancias. Sin embargo, es agradable recordar historias en las que la solidaridad se hace presente para corroborar una vez más que la especie humana es capaz de convivir de otra manera, y que de eso depende su supervivencia.
Una de las historias más atesoradas por los descendientes de quienes lograron escapar de los hornos crematorios en los campos de concentración nazi es realmente enternecedora. Relatan que soldados de la Gestapo llegaron de improviso a un sector acomodado de Berlín y a empellones subieron a un camión a varias decenas de judíos. Después los apiñaron a golpes en el último vagón de un tren con destino a Auschwitz. Todos eran adultos, hombres y mujeres, sólo un bebé de siete meses.
El niño no cesaba de llorar de hambre y de frío. No había pañales para cambiarlo. Con gesto amenazante el guardia ordenó que lo callaran. El tren se detuvo en un poblado casi al amanecer: “Si uno sólo de ustedes escapa todos serán fusilados en el acto por complicidad”. El guardia bajó y se distrajo con otros oficiales.
La decisión de Hans fue rápida: le pidió a la esposa el bolso que llevaba al hombro. Tomó de él dinero, papel y pluma, escribió una nota. Luego le pidió las joyas que portaba. Por último, sin decir palabra, arrebató al bebé de sus brazos. “¡Qué haces?” susurraba ella. Con una velocidad de flecha llegó Hans a la puerta del vagón y logró entreabrirla. Saltó y colocó al bebé en la orilla de la calle, al lado opuesto de los guardias. Ella lo vio regresar sin el niño y enloqueció de dolor: cayó de bruces y ahogaba los sollozos abrazada a los pies del marido. El tren reanudó su marcha. Nadie delató el hecho. En su silencio, todos fueron cómplices.
Poco después el llanto del bebé fue escuchado por un chico que pasaba en bicicleta. Encontró junto al niño, atados en un pañuelo, la nota, el dinero y las joyas: “Me llamo Pierre. Soy francés. Mi madre es soltera. No puede cuidarme. ¿Me cuidas tú? Tomó al niño y lo llevó a una Iglesia Católica. Tocó a la puerta de la sacristía y huyó con el dinero y las joyas.
El joven sacerdote, alarmado, comentó al ama de llaves: “El niño debe ser judío, porque está circuncidado. No podemos tenerlo aquí. ¡La Gestapo nos fusilaría!” La anciana tomó al niño en brazos y, sin decir palabra, puso a hervir leche para alimentarlo y rompió una sábana para hacer pañales. El niño creció con ellos. Enviarlo al orfanatorio hubiera sido condenarlo a muerte.
Los padres de Pierre murieron en el holocausto. Añós después, uno de los sobrevivientes regresó al poblado en busca de Hans II, el verdadero nombre del niño que en realidad era alemán. Encontró a un Pierre feliz, criado por el joven sacerdote y la anciana.
En la cocina de la parroquia, mientras tomaban café, el judío desconocido narró la historia de esa noche de invierno en el vagón del tren. Celebraron la vida de Pierre: un verdadero milagro de solidaridad y fraternidad humana: el padre supo exactamente lo que tenía qué hacer para salvar al pequeño, y lo hace a pesar del precio de perderlo. La madre que ahoga sus gritos de dolor y reconoce acertada la decisión de dejarlo. La solidaridad de los compañeros de vagón: el valor de guardar silencio. El ama de llaves que sabe lo que tiene qué hacer para salvar al niño, el sacerdote que vence sus prejuicios de raza y religión, y su terror a la Gestapo para criarlo. El chico de la bicicleta que puso su parte: medio ladroncito, pero eso sí, con suficiente bondad en su corazón para llevar al niño a lugar seguro.
En esa mesa de cocina endulzaron el café con la miel de la fraternidad. La fraternidad, cuando deja de ser palabra para convertirse en experiencia, rebasa todos los obstáculos de raza, credo y género para dar a los seres humanos el verdadero gozo de vivir.
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