Contra el terror sólo puede el amor
Trabajaba en mi ordenador ahogada con el calor húmedo que te dice claramente "bienvenida a Barcelona", cuando recibo una llamada de una amiga que paseaba por las Ramblas. "Nos acaban de sacar corriendo del centro. Hubo un atentado". Automáticamente revisé las redes sociales y aún no aparecía nada, cuando se empezó a sentir una vibración distinta en el aire. Las calles se vaciaron y, en una ciudad donde hasta el silencio hace ruido, desapareció cualquier sonido de las ventanas. Los celulares empezaron a sonar desesperadamente: "¿Dónde estás?, ¿Estás bien?" Y el eco de las ambulancias confirmó que algo había pasado.
Alguien había embestido a la masa de transeúntes que recorre de arriba a abajo las Ramblas, con un vehículo a toda velocidad.
Yo llegué a Barcelona el 17 de septiembre del 2012 y desde que puse un pie fuera del aeropuerto de El Prat, supe que estaba en casa. Es una ciudad que vibra bajo los zapatos, una ciudad que habla todos los idiomas en todas las esquinas; es una ciudad que te recibe con la única condición de que aceptes, aprendas a tolerar y que sepas convivir. Quien haya decidido asentarse en Barcelona sabe que es una mujer difícil, desordenada y rebelde, pero que ama a sus ciudadanos como ninguna otra. Vivir en Barcelona implica conocerse mil recovecos con centenares de historias; tener por amigos a un frutero pakistaní que te guarda los mejores aguacates para el final de tarde, un vecino de Bangladesh que te saluda cada vez que cruzas frente a su tienda, un panadero catalán que entiende perfectamente tu castellano pero que te sigue hablando en catalán, dando por sentado que ambos se entenderán sin problema. En fin: una moderna torre de Babel, asentada en un grueso capítulo de historia.
En esta ciudad hay tantas probabilidades de tropezarse con un musulmán en la calle como con un cristiano, un judío o un budista, y todos conviven tejiendo un tapiz hermoso que vuelve loco a cualquiera que intente tomar la L1 del metro. Además, esta ciudad abre sus puertas 365 días al año a miles de turistas que no se cansan de caminarla y retratarla, dejándola siempre con el suspiro de quien deja un amor en el muelle de un puerto. Por eso, cuando las noticias empezaron a tomar forma, el dolor en el pecho se hizo cada vez más agudo: habían golpeado a esta mujer en las rodillas, intentando quebrarle el coraje y la fortaleza.
Todos nos agarrábamos la cabeza: "es imposible", pensábamos. Mi hermano había estado en la esquina del ataque tan sólo horas antes y porque yo le había pedido un favor, mis amigos trabajan en la Rambla o deben cruzarla para llegar a sus trabajos, mi esquina favorita de la ciudad está a sólo cuadras de allí; fácilmente pudimos haber sido cualquiera de nosotros bajo las ruedas de esa van... y en cierto modo, todos lo fuimos.
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Pero la ciudad rugió desde adentro y mostró de qué está hecha: cientos de personas abarrotaron los hospitales para donar sangre, locales recibieron a turistas en sus casas cuando no pudieron acceder a sus hoteles en el centro, los taxistas llevaron gratuitamente a todos los que necesitaban trasladarse e incluso quienes estaban en huelga en el aeropuerto decidieron suspender sus disputas puntuales por ayudar a quienes, desesperados, querían salir de la ciudad.
Todos entendimos el mensaje y, al día siguiente, la voz de Barcelona era una sola: No tenim por.
Yo dejé Barcelona como quien se divorcia estando aún enamorado, pero estos días en sus calles, viéndola amenazada, me ha hecho sentir que ésta es y seguirá siendo mi casa, tanto como lo es de mi vecino catalán, de mis amigos brasileros y de todos los musulmanes que la lloraron y que ahora deberán luchar contra un estigma que no les pertenece.
No hay mejor manera de vencer el terror que el amor profundo de quienes defienden lo que les es propio, y Barcelona jamás olvidará esa lección.
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