[OP-ED]: Cosas de soldados
De otra manera, ¿cómo explicar que personas habitualmente pacíficas e inofensivas se dejen dominar por el odio en tiempos de guerra, y participen en matanzas con un ensañamiento y una violencia aterradores?
La sicoanalista francesa Marie Bonaparte afirma: “Todos los pueblos, aun los que en tiempos de paz tienen un comportamiento particularmente humano, son susceptibles de recaer en la barbarie original”.
La belicosidad es una disposición universal, y no la característica innata de una etnia o de una nación determinada. Sin embargo, esta belicosidad no es la causa primordial de las guerras, sino su principal arma: el “recurso natural” e irremplazable para que la economía bélica obtenga mayores ganancias. Al Estado militarista le interesa muy especialmente controlar y monopolizar este recurso, demasiado importante para sus fines y estrategias. Marie Bonaparte escribe: “El odio, en el corazón el hombre, es un capital que hay que invertir en alguna parte”. Muchos gobiernos han canalizado el odio ciudadano a una de las inversiones más redituables: la industria bélica.
El Estado emplea diversos procedimientos -sobre todo en épocas de conflicto- para explotar de manera eficaz la agresividad de sus ciudadanos y hacer fructificar el capital del odio. Las autoridades levantan la prohibición de saquear, torturar y matar. En la guerra todo se vale.
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Psiquiatras y psicólogos coinciden en que es posible que el ser humano, desde siempre, haya sentido la tentación de satisfacer su necesidad de agresión a expensas del prójimo, de martirizarlo y matarlo. (¿Caín?) Pero a esta tentación se opone el poder de la conciencia, que es el autocontrol del comportamiento humano. Para que el individuo normal se entregue a las atrocidades de la guerra y dé rienda suelta a su agresividad oculta es necesario que engañe a su conciencia. El engaño no necesariamente consiste en neutralizar o eliminar la presión de la censura moral, o adormecer la conciencia, sino convertir el acto mismo de matar en un valor primordial. (¿Las Cruzadas?).
Para un soldado entrenado, matar en la guerra no es una prerrogativa, sino un deber, un sacrificio, un acto heroico. Por el contrario, son despreciables, irresponsables y cobardes los ciudadanos que se niegan a participar en la guerra.
Escribe Fornarik en su ‘Psicoanálisis de la Guerra’: “Los dioses de un pueblo son los demonios de otro”. El individuo es preparado interiormente para transgredir la prohibición de matar que lleva inscrita en su conciencia. Para que llegue a violar efectivamente esta ley -lo que hace en tiempos de guerra- sin caer en la locura, debe justificar sus acciones adecuadamente. ¿Cómo lo logra? Da a los actos bélicos, en particular la destrucción del enemigo, un valor extraordinario, incluso sagrado. La importancia de la victoria por las armas se vuelve primordial: de ello depende la supervivencia de la nación, la integridad física de un pueblo. Para conjugar ese peligro todo está permitido. A los soldados valientes incumbe el deber de perseguir, derrotar y matar al enemigo. Pero, ¿quién es el enemigo? ¿Y quién dice que lo es?
Son muchas las trampas de la propaganda bélica. Las guerras son justificadas como una continuación de la lucha que libraron los antepasados para salvar la patria: una dimensión mítica que llama a identificarse con los ancestros.
El mito hace de las acciones guerreras la divinización del jefe, y la satanización del enemigo. La satanización roba a las personas su humanidad y las convierte en ‘bestia cruel’, ‘monstruo’, bárbaro’. Esto justifica el salvar al mundo de esta nefasta amenaza, justificando su exterminio, no importando la crueldad de los medios utilizados. Las atrocidades son pasadas por alto como intrascendentes: “cosas de soldados; han cumplido con su deber”. La conciencia no ha sido sólo engañada, sino premiada: “Salvadores de la Humanidad”.
Los Países del Tercer Mundo han optado por militarizarse para ofrecer ‘seguridad’ a sus ciudadanos. ¿Quién se beneficiará con el mercado de armas? ¿Cuántos “héroes” habremos de condecorar?
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