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Nuestra sociedad moderna recompensa sobremanera a los jóvenes por su destreza para descomponer los problemas en sus elementos constitutivos, pero no recompensa lo suficiente a los ‘ancianos’ por su capacidad para ensamblar de nuevo las piezas.
Nuestra sociedad moderna recompensa sobremanera a los jóvenes por su destreza para descomponer los problemas en sus elementos constitutivos, pero no recompensa lo suficiente a los ‘ancianos’ por su capacidad para ensamblar de nuevo las piezas.

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Es un hecho irrefutable la enorme brecha generacional que ha surgido a partir de la Era Tecnológica: antes y después de la computadora. Es obvio que existe una gran diferencia entre la agudeza mental característica de los jóvenes, y la sabiduría atribuible generalmente a la gente madura. La agudeza mental se refiere a la rapidez para asimilar nuevos programas computacionales. La sabiduría, sin embargo, es la capacidad para apreciar interrelaciones complejas entre todo ese mar de información.

Como consecuencia de la explosión de información disponible en los bancos de datos con sólo operar el ratón, la esfera de la sabiduría ha sido asignada a los jóvenes. Se supone que los ‘ancianos’ -de 30 o 40 años- ya han quedado obsoletos. En realidad, el entendimiento de las interrelaciones supera el contenido de los datos aislados.

¿Qué sucede cuando la intensificación de datos acarrea la sobrecarga, o crisis de información? ¿Cómo afecta un dato específico la información contenida en el todo? En los centros de trabajo burocratizados el lenguaje se maneja en dígitos: informa con mucha eficiencia un número infinito de sucesos y los clasifica en cuestión de segundos, pero no posee un mecanismo para ocuparse de las relaciones entre dichos sucesos. 

En consecuencia, tecnócratas aún en pañales solicitan los servicios de un ‘experto’ en áreas de relación. Las consultas al ‘experto’ les produce una perpetua insatisfacción: buscan sabiduría y sólo encuentran información acumulada en una determinada categoría o línea. El ‘experto’ ignora las relaciones del sistema interactivo total de la empresa que, de ser perturbado, puede ocasionar una catástrofe.  

Nuestra sociedad moderna recompensa sobremanera a los jóvenes por su destreza para descomponer los problemas en sus elementos constitutivos, pero no recompensa lo suficiente a los ‘ancianos’ por su capacidad para ensamblar de nuevo las piezas.

Los pueblos primitivos sabían que los jóvenes dependen y necesitan a los adultos tanto como los adultos a los jóvenes: es la ley de la supervivencia. Cada quien tiene lo suyo. La tecnología trastorna el orden de los factores, y con ello se pierde un importante eslabón en la cadena del desarrollo humano. 

Vivimos en una época de contradicciones, conflictos, cambios de dirección, y puntos de ruptura que hacen del futuro una permanente sorpresa. Ya no existen líneas rectas: llegan a un final en que explotan en mil opciones. Nuestras cambiantes decisiones de cada día, cada hora, y cada acontecimiento, influyen en todos los demás elementos. Nada permanece inmutable: el futuro se antoja realmente fluido.

Los sociólogos advierten que es hora de ensanchar nuestras miras y hacer de la aceptación, no del rechazo, la base de las relaciones humanas entre generaciones. La tecnología llegó para quedarse; ha simplificado nuestras vidas de mil maneras, sin embargo, esto exige prepararse adecuadamente para disfrutar las maravillas de vivir en esta era, y el no dejarse apabullar por el cambio ni por sus aspectos negativos.  Así recobramos la visión completa de nuestro mundo.

Aceptar nuestra realidad no quiere decir tolerar cualquier tipo de indignidad o  manipulación de la verdad por agentes interesados en distorsionarla. Aceptar nuestra realidad significa aceptarla como el pájaro acepta sus alas: para volar. No quejarse del tipo de alas que llevamos encima, o compararlas con las alas que llevan los demás para luego justificar el quedarnos en el suelo. Si deseamos participar en la construcción de nuestro futuro, es necesario que aprendamos a valorar y respetar el plumaje de cada ave, y que juntos emprendamos el vuelo.

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