[OP-ED]: La gallinita dijo sí, y lo hizo
Hace tiempo escuché por ahí una fábula interesante: Había una vez una pequeña gallinita que rascaba sin cesar en el corral, hasta que una espléndida mañana descubrió unos granos de maíz. Llamó a todos sus vecinos y les dijo:
_Si sembramos este maíz, tendremos tortillas para comer. ¿Quién me ayuda a sembrarlo?
_Yo no, respondió la vaca. Yo tampoco, dijo el pato. Lo mismo digo yo, dio el buey.
_Entonces yo, contestó la pequeña gallinita. Y lo hizo. El maíz creció alto y maduró en hermosos granos dorados.
_Yo no, contestó el pato. Está fuera de mi departamento, contestó el burro. Yo perdería mi antigüedad, dijo la vaca. Y yo mis beneficios del Sistema de Ahorro para el Retiro, dijo el buey.
_Entonces yo lo haré, dijo la gallinita. Y lo hizo.
Al fin llegó la hora de preparar las tortillas.
_Eso significaría tiempo extra para mí, dijo la vaca. Perdería mi subsidio, dijo el pato. Soy un fracasado en los estudios y nunca aprendí a hacer tortillas, dijo el burro. Si voy a ser único ayudante, eso sería discriminación, dijo el buey.
_Entonces yo las haré, dijo la pequeña gallinita. Y las hizo.
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Cinco docenas hizo la gallinita y las presumió a sus vecinos. Todos querían, y es más, exigían una parte. Pero la pequeña gallinita dijo:
_No, yo me las puedo comer todas solita.
¡Exceso de utilidades! gritó la vaca. ¡Parásito capitalista!, vociferó el pato. ¡Exijo mis derechos!, exclamó el buey. Y el burro nada más rebuznó. Pero todos pintaron pancartas, acusando: INJUSTICIA, y marchaban alrededor de la pequeña gallinita, mascullando majaderías.
Cuando llegó el controlador de la Secretaría de Hacienda le dijo a la pequeña gallinita: “No debes ser codiciosa”. “Pero si yo me gané las tortillas con mi trabajo”, dijo la pequeña gallinita. “Exactamente”, contestó, “eso es lo maravilloso del sistema de libre empresa. Cualquiera en el corral puede ganar cuanto quiera, pero, bajo nuestros nuevos reglamentos gubernamentales computarizados, los que producen deben compartir sus utilidades con los ociosos”.
Y vivieron felices para siempre, incluyendo a la pequeña gallinita, quien pedía limosna sentada en la banqueta. Sonreía y cacareaba: “Estoy muy agradecida, muy agradecida, muy agradecida”. Pero sus vecinos se preguntaban por qué jamás volvió a hacer tortillas.
La simpática fábula nos puede hacer reír, pero tal vez nos deba hacer llorar. Nuestra crisis es real. No sólo padecemos crisis económica, sino también moral. Las actitudes violentas y derrotistas ante la situación presente no resolverán la crisis. El ‘dejar hacer, dejar pasar’, tampoco. El estirar la mano para pedir, menos. El estirar la mano para robar, aún menos. Debemos ponernos realmente a utilizar nuestros talentos, nuestros recursos naturales, nuestros cerebros, nuestras manos.
Desde aquel diciembre de 1990 en que el entonces Secretario de Comercio, Jaime Serra Puche dijera a la prensa: “Les guste o no les guste, entraremos al Primer Mundo”, el país entero pareció dar un viraje hacia lo desconocido. En la prisa por llegar, olvidamos sembrar maíz y frijoles. Deslumbrados ante la oportunidad de ingresar al Primer Mundo, no nos detuvimos a pensar qué significaba pertenecer a él.
El capitalismo crea riqueza, la cual se requiere para mantener altos los niveles de vida. Pero es a todas luces comprobable que la libre empresa, de por sí, no soluciona todos los problemas. Existen países capitalistas en los cuales los pobres están haciéndose más pobres y los ricos más ricos. Otros tienen gobernantes corruptos, criminales, narcotraficantes e ineptos.
No existe aún la verdadera justicia social: el capitalismo exige dar a cada quien lo que le corresponde, una educación esmerada y actualizada, y oportunidades de progreso. La justicia social implica el desarrollo y la práctica de la moral y de la ética, materias que han desaparecido del bachillerato.
Sin embargo, hasta el momento no existe sustituto para el capitalismo y la libre empresa. Pero el país que lo acepta como el modo primario para producir riqueza debe educar a sus ciudadanos en el bien hacer y en el bien vivir para no contaminar el proceso. El primer término de moralización de un país consiste en el trabajo bien hecho y bien remunerado. El trabajo no degrada, a menos que sea degradante en la mente de quien lo realiza.
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