[OP-ED]: ¿Sólo poner un huevo?
_Mira, le dice consternada la gallinita a su amigo, el cochinito-, qué barato está el huevo, y yo que batallo tanto para poner uno.
¿Qué diré yo –pregunta el cochinito- que tengo que dar la vida para hacer un jamón?
Ciertamente, no es lo mismo batallar por una causa, que dar la vida por ella. Tampoco es lo mismo involucrarse que comprometerse. El comprometerse es algo complicado. Ya lo decían los filósofos: el compromiso no se refiere a un convenio interesado, o a una obligación contraída a cambio de determinadas ventajas económicas, sociales o políticas, sino se refiere al compromiso que toda persona tiene con su circunstancia, con su mundo. Un mundo hecho por otros, que no responde a las propias necesidades, anhelos y sueños; un mundo que no tiene que aceptarse como propio.
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¿Cómo comprometerse con nuestro mundo, hechura de otros –sobre el cuál nadie nos ha consultado- con sus leyes, costumbres, política, economía, educación, arte, y las múltiples formas de expresión humana? Frente a este compromiso ante nuestro mundo, ante nuestra patria, los ciudadanos no tenemos más libertad que nuestra actitud. El “yo no soy responsable de esto o de aquello” o el “yo no tengo la culpa”, no funciona: nuestra actitud frente a un pasado que no hicimos y la responsabilidad de un futuro que sí habrá de ser hecho por cada uno de nosotros, nos compromete.
Aunque hay muchas maneras de estar en el mundo, y se pueden tomar varias actitudes frente a él, éstas pueden reducirse a dos. Una, aceptar el compromiso de nuestro mundo. Otra, ignorarlo, aplazarlo, inclusive simular que se asume en una aceptación pasajera, provisional.
Buena parte de la filosofía antigua expresa la primera actitud; y mucha de la moderna, la segunda. Por un lado tenemos a la persona que reconoce y acepta su relación y compromiso con la comunidad, el país, la patria. Por el otro –aquella para quien la comunidad sólo es un instrumento a su servicio- acepta determinados compromisos, siempre a cambio de determinadas ventajas a su favor.
Gústenos o no, ésta es nuestra comunidad: vivimos en su seno, nos ha nutrido, educado, hecho partícipe de sus bienes, nos ha puesto en posesión de nuestros derechos. La aceptación de todo lo anterior, nos compromete con nuestra comunidad, con nuestra patria. El compromiso no sólo es para recibir los bienes, sino también para recibir los males. Y hacer algo para remediarlos.
Sócrates enseñaba a la juventud de Atenas que cada hombre tiene un determinado puesto en la comunidad al cual ha de ser fiel. Afirmaba que todo ciudadano tiene una misión que le ha sido encomendada: ninguna misión es alta o baja, todas son igualmente dignas si son fielmente cumplidasUnos tienen como misión la de gobernar, otros la de hacer leyes, otros más la de defender a la ciudad, la de cantar sus glorias, la de educar, la de alimentar, vestir o calzar a los miembros de la comunidad. Dentro de las mil y una profesiones y oficios, cada persona deberá responder sobre aquello para lo cual se ha preparado, su función, su papel, el lugar que se ha ganado en la comunidad. Sócrates sometía a examen a cada uno de sus conciudadanos; preguntaba a cada quién qué sabía del arte del cual presumía.
Desde aquellos tiempos era difícil aceptar la responsabilidad del propio hacer. Sócrates era filósofo, sí, buscaba la verdad. Esa era su misión. Y prefirió morir antes que renunciar a ella. Muriendo no hizo otra cosa que asumir la responsabilidad de su filosofía. Aceptó el compromiso que ella implicaba: dar la vida por sostener sus principios.
No, ciertamente no es lo mismo involucrarse que comprometerse. No es lo mismo poner un huevo de vez en cuando por una causa, que atravesar el pellejo por ella.
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