Compasión y solidaridad
Los descendientes del pueblo hebreo han conservado hasta el presente un extraordinario sentido de solidaridad. Sobre todo en momentos de crisis permanecen unidos y se ayudan mutuamente. La familia, los lazos de sangre y de matrimonio son tomados realmente en serio. El daño o vergüenza que se cause a un miembro de la familia repercute en todos. La solidaridad se extiende a los amigos, los colegas, los correligionarios.
Pero la solidaridad de grupo, el querer a quienes te quieren o te aceptan no es ninguna virtud: suele ocurrir inclusive entre ladrones. Lo difícil es experimentar solidaridad con los extraños, los que necesitan de ti y de mí, los que son distintos a nosotros. Lo que en realidad nos falta es compasión, no raciocinio. Los elementos que más contribuyen a la solidaridad y felicidad siguen siendo los que llevan siglos en boca de los sabios: gratitud, perdón y compasión.
Transcribo un correo que me llegó al alma y que deseo compartir con los lectores:
“Un grupo de ejecutivos fue a una convención de ventas. Todos le habían prometido a sus esposas que llegarían a tiempo para cenar el viernes por la noche. Sin embargo, la convención terminó un poco tarde y llegaron retrasados al aeropuerto. Entraron con sus boletos y portafolios corriendo por los pasillos. De repente y sin quererlo, uno de los vendedores tropezó con una mesa que tenía una canasta de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse ni voltear para atrás los ejecutivos siguieron corriendo y apenas alcanzaron a subir al avión. Todos menos uno. Este se detuvo, respiró hondo, y experimentó un sentimiento de compasión por la dueña del puesto de manzanas. Le dijo a sus amigos que siguieran sin él y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a su esposa y le explicara que iba a llegar en un vuelo más tarde.
“Regresó a la terminal y se encontró con todas las manzanas tiradas por el suelo. Su sorpresa fue enorme al darse cuenta de que la dueña del puesto era una niña ciega. La encontró llorando con enormes lágrimas corriendo por sus mejillas. Tanteaba el piso, tratando en vano de recoger las manzanas. Mientras, la multitud pasaba vertiginosa, sin detenerse, sin importarle su desdicha.
“El hombre se arrodilló con ella, juntó las manzanas, las metió a la canasta y le ayudó a montar el puesto nuevamente. Mientras lo hacía se dio cuenta de que muchas se habían golpeado y estaban mallugadas. Las tomó y las puso en otra canasta. Cuando terminó sacó su cartera y le dijo a la niña: “Toma, por favor, estos quinientos pesos por el daño que hicimos. ¿Estás bien?” Ella, llorando, sin saber de cuánto era el billete, asintió con la cabeza. Él continuó, diciéndole, “Espero no haber arruinado tu día”.
“Conforme el vendedor empezó a alejarse, la niña le gritó: “Señor…” Él se detuvo y volteó a mirar esos ojos ciegos. Ella gritó de nuevo, sin poder mirar a quién: ‘¿Es usted Jesús?’ Él se paró en seco y dio varias vueltas antes de dirigirse a abordar otro vuelo, con esa pregunta quemándole y vibrando en su alma: ¿Es usted Jesús? El hombre sintió un escalofrío: ¿La niña me confunde con Jesús?”
Solidaridad no es una palabra bíblica, pero expresa mejor que cualquier término uno de los conceptos fundamentales de la Biblia: la noción de comunidad. El ideal cristiano de amarse los unos a los otros implica una solidaridad amorosa con toda la humanidad, que no excluya a nadie en absoluto.
La emoción que surge de las entrañas a la vista de un ser humano en desgracia implicaría conmover y liberar en nosotros esas profundas emociones que la ‘civilización moderna’ nos ha enseñado a reprimir.
Únicamente la compasión puede enseñar al hombre en qué consiste la solidaridad con el prójimo. Esa que el pueblo hebreo conoció, los pueblos indígenas aún practican y los ‘evangelizados’ hemos olvidado.
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