Sólo una más
“¿Cómo pude hacer eso?”, entre sollozos pregunta el enfermo al día siguiente. Emborracharse es fácil, pero enterarse de lo que hace cuando está bajo los efectos del alcohol, no. El enfermo alcohólico no reconoce que padece la enfermedad. Cierra los ojos a la realidad mientras el mal progresa insidiosamente, hasta convertirse en una dependencia total, una servidumbre que lo hace esclavo de una sustancia letal, tiránica: el alcohol.
Es extraño que a pesar de que el alcoholismo es una realidad muy presente en México se hable tan poco de él. El alcoholismo es considerado un mal vergonzoso, del que no se quiere discutir. Tanto el alcohólico como sus familiares se resisten a mencionar la enfermedad y a entenderla.
El enfermo no es alcohólico porque le falta fuerza de voluntad para dejar de beber, sino porque le sobra angustia, ansiedad y terror a todo y a nada en particular. No acepta el mundo como es ni las cosas como son; ha perdido la capacidad de manejar sus estados de ánimo: vive en una tensión insoportable pero no advierte que ésta es anormal. Posee baja tolerancia a la frustración: lo que para otros es sólo una contrariedad, para él es una catástrofe. Oscila entre un futuro fantasioso, y un pasado lleno de culpas y resentimientos. El alcohol, dice, le ayuda a soportar los sufrimientos de su mundo violento y angustiado. La realidad es que el alcohol le cierra el camino para buscar una ayuda definitiva
Sus hijos adolescentes salieron temprano sin despedirse. En un rancho lejos de la ciudad se reúnen con otros chicos cuyas vidas han sido afectadas por la bebida de sus seres queridos: el padre, la madre, o algún familiar. Comparten sus experiencias, hablan de sus dificultades, y aprenden formas eficaces de afrontar el problema de vivir dentro de la zona de acción destructiva que rodea al enfermo alcohólico.
Son conducidos por un guía que les habla de un programa para recuperarse emocional y físicamente. La primera fase: “Qué pasa?” implica atreverse a mirar las cosas como son, intentar ver el problema de fondo, hablar de él y de sus consecuencias en las personas que rodean al enfermo. La segunda fase: “¿Qué podemos hacer?” traza las líneas generales de acción sobre la enfermedad. La tercera fase: “¿Por qué?” expone las razones en que se basa esta forma especial de manejarla.
¿Cómo puede hacer eso? Preguntan los hijos. El alcoholismo, como muchas enfermedades, secretas o no, comienza despacito: un bebedor social que se emborracha ocasionalmente para divertirse. Sólo una más. Bebe más que otros sin que se le note. El beber después del trabajo se hace costumbre: para aliviar la tensión. No busca solucionar de raíz su problema existencial, sino que bebe más y más, hasta perder el control sobre dónde, cuándo, cuánto y con quién bebe. Toma a escondidas. Sentimientos de culpa. Lagunas mentales. Grandiosidad o agresividad. “Dejaré de tomar”: promesas no cumplidas. Conflictos familiares. Pérdida del trabajo. Pérdida de la autoestima. Sentimientos de incomprensión y soledad. Deterioro físico. Deterioro moral. Violencia familiar: “¿Cómo pude hacerlo?” Lágrimas. Después, quiere “matarse” bebiendo, para olvidar las penas.
En el rancho los chicos escriben sobre sus remordimientos por el odio que sienten hacia el padre que los ha insultado, agredido, violado. La rabia impotente de verlo golpear salvajemente a la madre. El resentimiento de que gaste todo en vino. Sobre todo, resienten la falta de su cariño. Escriben sus desgarradoras experiencias toda la noche entre lágrimas y sollozos. Cuando despunta la aurora, forman un círculo y, uno a uno, arrojan a la fogata el cuaderno repleto de odios y reproches. El fuego consume las páginas ennegrecidas de remordimientos y rencores.
Han comprendido que el alcohólico es una persona que puede dejar de beber si acepta que le ayuden. Se enteran de terapias que restablecen el equilibrio en la química neuronal del bebedor, lo cual disminuye la necesidad de beber. Reciben información sobre grupos de apoyo familiares, así como sobre Alcohólicos Anónimos.
Reconfortados, llenos de esperanza, los chicos se abrazan entre sí y terminan la jornada con la Oración de la Serenidad: “Señor, concédenos serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar, valor para cambiar lo que sí podemos, y sabiduría para discernir la diferencia.”
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