Greencastle, un mini descubrimiento de América
Suelo decir que a los cronistas actuales y los de nuestro pasado latino remoto —los de Indias, los primeros, los de la Conquista— nos separan generaciones de sentidos y varios planetas de información. Digo, habitualmente, que aquellos Cronistas de Indias llegaron a América y descubrieron algo; en nuestros tiempos, en cambio, parece más habitual y razonable suponer que elaboramos ángulos —puntos de vista— sobre un mundo que supone casi todo descubierto, revelado, expuesto.
Me tocó viajar a DePauw University, en Greencastle, Indiana, a promocionar "Sam no es mi tío", el libro que reúne la experiencia de 24 intelectuales latinoamericanos en Estados Unidos. En aquel lugar, abrazado por un frío golpeador, los estudiantes de DePauw me revelaron —y descubrieron— una posibilidad distinta: otro mundo.
Primero, el hallazgo superficial del viajero de ocasión —del cronista turista. Los diez mil habitantes de Greencastle viven en medio del campo, a dos calles de donde el viento de los Grandes Lagos dobla para convertirse en Cincinnati. La calle más larga de la ciudad no le pertenece: es la I-70, una ruta que corta medio Estados Unidos. El bello, racionalista, invernal City Hall no parece ser el símbolo del poder, pues disputa la referencia de la arquitectura más imponente con un templo masón y con todos los edificios góticos de DePauw. La soledad está en el aire de este lugar —y debe ser la única sensación que el viento no puede despegar de la tierra. Me dicen que el gobierno federal dio un subsidio para recuperar el centro de la ciudad, cuatro manzanas con casas de dos plantas. Lo primero que montaron es un Starbucks. No es algo que deba verse mal, en verdad: en la vastedad de la llanura, es una conexión con el mundo.
En la tienda de empeños del centro de la ciudad lo que más está a la venta son trompetas, clarinetes, guitarras eléctricas, un bajo, pianos y teclados: instrumentos musicales, como si una forma de la alegría estuviera a la venta en rebaja. En la calle lateral al City Hall han montado sobre una pared la Heritage Wall, diecinueve placas que cuentan la historia del pueblo. Aquí, dice, nació Eli Lilly y por aquí, también, pasó John Dillinger. No se quedó.
Todo esto podía llevar a confusión. El Cronista de Indias, quien producía visiones absolutas de los mundos recién descubiertos, podría enviar una señal confusa. Pero por fortuna, hemos pasado unas cuantas páginas de la historia y uno mantiene la capacidad de ver por detrás de las primeras impresiones y hallar, detrás del clima gélido de Greencastle, una templada charla con buenas intenciones.
No esperaba eso. La ciudad y su comunidad, dice el censo de 2010, son una exhibición de lo que uno supone el interior profundo de Estados Unidos: 92 por ciento de blancos, menos del 3 por ciento son latinos y la población negra no alcanza al 1 por ciento. Parte del corazón blanco de Estados Unidos no se me ocurría como un escenario donde pudiera despertar algún interés una discusión sobre migración. Y si lo hiciera, la suponía viciada de conflictos y pelea, enojosa y con rabietas.
Pero me equivoqué. Allí, en las aulas de DePauw, los estudiantes acabaron con mis prejuicios y asomó mi apego por el descubrimiento sin etiquetas. Una estudiante —más rubia que el pan— quiso saber mis tres ideas para resolver la crisis migrante. Otro —más rubio que la rubia que el pan— preguntó sobre el peso que tienen las categorizaciones raciales como "blanco" o el absurdo "hispano" en la visión que un inmigrante tiene de Estados Unidos. Una tercera se interrogó sobre los hoteles de vientres, las madres que llegan al país a parir hijos para que tengan la nacionalidad. Un largo grupo estuvo interesado por conocer cómo nosotros, como latinos, los vemos a ellos, tan anglos, tan rubios, tan pan.
Es posible que todos debamos abrir un poco el ojo del periscopio. Las preguntas de esos estudiantes tenían intensidad como no he visto en más de una docena de presentaciones del libro, en Estados Unidos y, sobre todo, en América Latina. El interés de esa generación —chicos en sus veinte— contradice el prejuicio de que el asunto migratorio es un tema de grupos de interés directamente vinculados al problema o de intelectuales y políticos que calientan sillas en Washington DC.
Las charlas abarcaron siete clases distintas, desde estudiantes de lengua a otros de economía, psicología o periodismo y ética, y mi intriga es saber si esto cuajará más allá de una discusión académica. Muchos estaban allí pues debían cumplir con sus créditos y es indudable que un par cabecearon hasta dormirse, pero la intensidad de la mayoría —en una sala de cien personas repleta para la clase central, por ejemplo— es inspiradora.
Si alguien cree que el debate sobre la migración tiene espacio para ganar nuevas mentes, debiera ensayar primero con romper los prejuicios de su propia lectura. Por supuesto que habrá visiones torpes y agresivas sobre la migración latina —que no vi y sólo puedo suponer— pero la experiencia en DePauw, en el centro blanco de Estados Unidos, en esos magníficos laboratorios que son las universidades, me dice que aun es posible descubrir cosas en el mundo de la sobre exposición permanente. Que hay espacio para una larga, indispensable, productiva conversación.
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