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Wholefoodismo, la adolescencia orgánica

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¿El problema son los otros? 

Hace unos días, John Mackey presentó su libro Conscious Capitalism en el Whole Foods de Friendship Heights, a tres cuadras de mi casa, en Washington DC. Mackey es el CEO de la cadena de supermercados donde compra la clase media liberal de Estados Unidos. Los inversionistas dice que las frutas y los verduras orgánicas y los productos naturales que vende Whole Foods han sembrado una marca que vale US$ 17.500 millones en Wall Street.  

Unos días antes de la presentación, Mackey habló con la cadena pública NPR, y criticó el proyecto de reforma de salud de Barack Obama. Según Mackey, la reforma no sólo era «fascista» sino que enterraba la libre empresa del mercado de salud de Estados Unidos. El hombre escandalizó a la clientela progresista de Whole Foods. Yo dejé de comprar el champú orgánico Baby Bee, que no hace llorar a mi hijo Teo: está hecho con extracto de plantas, coco y proteína de soja por la empresa creada por un barbón de North Carolina que cuida y promueve el cuidado de las abejas.

Mackey luego se retractó a medias —dijo que había que buscar otra palabra que no fuera «fascismo» para designar la intervención estatal— y llegó a Washington para hablar de su libro. Yo esperaba una manifestación de señoras con bufandas Burberry, chicas en botas Ugg y caballeros en parcas de cuero marrón muy Jeremy Irons pero no pasó nada de nada. Burberry, Ugg y Irons incluidos, el local estaba lleno de gente atenta a Mackey y sus ideas. Nadie protestó.

Los wholefoodianos somos parte de un ecosistema angelical —hipócrita dirán unos; en-delicado-juego-de-equilibrios, diré yo. La base de consumidores de Whole Foods es la América soñada: ha votado Carter Clinton Obama dos veces, apoya las leyes de inmigración, defiende el matrimonio gay, hace yoga, toma té verde. Los wholefoodianos comemos vacas felices, vemos a Jon Stewart y a Bill Maher, nos caen simpáticos los hipsters. El dinero wholefoodiano paga por las verduras que salvan al mundo. Somos tan lindos, tan tiernos, que uno casi no quiere salir de la tienda. Afuera hay demasiado planeta.

Más en serio: comprar orgánicos es un modo de ayudar a que mi hijo tenga un planeta aun vivible cuando adulto y que yo me sienta cómodo con mi conciencia respecto del pedazo de tierra donde yo vivo. Los orgánicos no acabarán el hambre del mundo —eso lo hará mayor producción de alimentos, y muy probablemente transgénicos— pero Whole Foods es una empresa que no me disgusta. Más allá de sus precios, que afectan mi víscera más sensible, ambos nos llevamos bien: a mí me gustan sus productos, ellos aceptan mi dinero. Whole Foods hace más que muchos en su mismo u otros negocios. Envía su basura a una compostadora en las afueras de Maryland donde se mezcla con otros residuos orgánicos para después nutrir campos más verdes que los de Escocia. Tiene un programa por el que 151 de los 252 productos orgánicos que vende se producen o crecen en granjas familiares a menos de 150 kilómetros de Washington DC. Cuatro veces al año dona el 5% de sus ventas netas a una ONG o fundación y, a través de la Whole Planet Foundation, lleva entregados casi un cuarto de millón de microcréditos a mujeres de cincuenta países, incluidos México, Perú y Bolivia. Sus empleados cobran más que la media de la industria, tienen un seguro de salud razonable y, valgamediós, hasta parecen trabajar contentos y sonreír de verdad, no fingir el acto. ¿Cómo negarme a financiar lo que favorezco?

Por eso es previsible que la base wholefoodiana espere que ese ideario y comportamiento exuden de los poros del CEO de su Gran Tienda Progre. Pero cuando John Mackey dice que él con la intervención del Estado ni-fú-ni-fá, ay. Sí, la reforma sanitaria es vital y crítica para Estados Unidos, que gasta mal y demasiado en salud y tiene legiones de ciudadanos sin cobertura, pero Mackey tiene derecho a no apoyarla. Al final de cuentas, hay congresistas demócratas que defienden el derecho a tener en casa las armas que Obama quiere reducir, y eso es más dañino que un par de palabras altisonantes. 

Mackey no es el problema central. Cuando él creo la cadena en Austin, en el otoño de 1980, vivía con su novia dentro de una tienda de productos naturales y debía dinero por todos los costados. La foto del grupo original de socios y empleados que fundó aquella despensita de orgánicos es una ilustración simpática del aliento tardío del flower power: pelos y barbas, flacos en cuero, chicas con batiks, mucha margarita en el cabello, jeans cortados a media pierna, las patas descalzas. Mackey conserva mucho de aquello. Es un tipo muy razonable y bastante abierto en muchos aspectos. Hace poco, en una conversación con Mother Jones definió todo su yo: es pro-elección, está a favor de la legalización de los matrimonios homosexuales y ha apoyado la legalización de la marihuana. Quiere que Estados Unidos reduzca drásticamente su presupuesto de defensa y su presencia militar en el mundo. No apoya que se deba renunciar a una red de seguridad social para los más pobres y las personas con problemas.

Mackey es complejo: no encaja en el casillero «reaccionario» del ajedrez blanquinegro del progresismo dogmático. Más allá de su jefe —o, tal vez, por él mismo—, Whole Foods es una empresa responsable. El problema, me digo, no es tanto Mackey sino, tal vez, una buena porción del plan del buenismo orgánico wholefoodiano: la billetera paga nuestro progresismo, y ese progresismo llega hasta ahí. Ser wholefoodiano es un modo de decir que yo contamino menos que ustedes, sátrapas, pero también es un modo de hacer que el dinero me mantenga a cubierto, al margen de compromisos mayores como ensuciarme la ropa jugando a ser el militante que fui a los veinte o volverme más hippie a los cuarenta. Las quejas de los wholefoodianos sobre Mackey pueden leerse también de este modo: «papismo». Quien enarbole el discurso progresista por encima de su cabeza, como Whole Foods, debe ser más puro más blanco más papista que el post-Benedicto. 

Bullshit: eso es el Disneyworld del «pisco-progresismo», una borrachera de creencia sin pies en la tierra. Los mortales corrientes nos embarramos en el delicado y gris barro que mezcla preocupación social con debo-ocuparme-de-mi-mismo-o-me-comen-los-leones. También el wholefoodismo. En 2009, la primera vez en que Mackey se enfadó con la reforma sanitaria de Obama, un grupo de wholefoodianos creó Boicott Whole Foods en Facebook. Cuatro años después, la página apenas suma 2.300 adherentes, menos que la de cualquier tienda local de Whole Foods. ¿Haz lo que yo digo, no lo que bla-bla-blá?

En enero, NPR pidió a su audiencia que responda a una pregunta inteligente: qué rol juega en tu decisión de comprar productos la filosofía personal del líder de la compañía. La mayoría de la audiencia de NPR es profundamente liberal y fue naturalmente crítica. Debes ser quien pregonas, Whole Foods: tal vez la compasión por las personas sea algo más importante que alimentar vacas felices con pasto fresco. De acuerdo, pero Whole Foods parece serlo. Tal vez por eso unos días antes de la presentación del libro de Mackey hubo otro llamado al boicot y acabó en otro fracaso. 

Creo saber por qué: a muchos les importa un pepino —inorgánico— lo que Mackey piensa. O el CEO no incide en la cultura general de la organización con su libertarianismo o los clientes cortan la lectura antes, toman lo que les apetece y lo reinterpretan a su modo, desinfectando el discurso antes de que les toque la oreja. Mackey hoy es un problema menor, una obsesión sin sentido. Sus ideas han perdido peso. Obama ganó la reelección contra ese discurso extremo, la reforma sanitaria pasó, el Tea Party que rugía como Godzilla ahora es una lagartija que perdió la cola y sus líderes libertarios — millonarios que creen que el mundo se puede arreglar por sí mismo, sin Estado— no encuentran donde vociferar sus medias verdades. 

Lo que debe ocuparnos es este intento por uniformar las creencias, un remedo pavote del pensamiento único que funciona tanto por derecha-izquierda-centro-arriba-o-abajo. El wholefoodismo liberaloso es tan hipócrita como el extremismo libertario que se forró a costa de las infraestructuras, ayudas y beneficios del Estado. Ese purismo bocasuelta se indignaría al descubrir cómo empresas de imagen progre tienen jefazos de DNA rancio. No son pocas. Jim Davis, el chairman de mis adoradas New Balance, financió con medio millón de dólares a un grupo ultraconservador en las elecciones pasadas, pero no dejaré de comprar sus zapatillas. Los CEO de las zapatillas TOMS y la marca de ropa Urban Outfitters han apoyado a grupos antiabortistas y financiado a políticos antigays. Bob Parsons, el ex CEO de GoDaddy, cazaba elefantes. Sin embargo, nadie ha dejado de comprar sus productos. Y tampoco lo han hecho con las lycras y el papel sanitario de los hermanos Charles y David Koch, los principales financistas del retrógrado Tea Party y dueños de Invista, la mayor empresa textil del mundo. ¿Dejarían de ir al bello Metropolitan Museum de Nueva York si supieran que los horripilantes Koch son dos de sus financistas principales? Por lo mismo, Mackey, como esos tipos, tiene ideas que no comparto y tal vez a mis ojos sea un idiota pero no es un criminal por desalentar la formación de sindicatos o resentirse con Obama. Ni es Adi ni Rudi Dassler, los hermanos nazis fundadores de Adidas y Puma, ni es Nike empleando niños en Camboya y Paquistán en los noventas.

Sí, el CEO de Whole Foods cree que el cambio climático no será necesariamente malo —y yo creo igual— y tiene una extrema confianza en que el capitalismo es fundamentalmente ético y bueno —yo no— pero eso no lo condena a la hoguera. Las ideas no se acomodan en los casilleros de ajedrez blanquinegros del dogma. Todos somos un complejo caleidoscopio, avanzamos y retrocedemos y la realidad es un amasijo de contradicciones donde no existe el jugador perfecto. Para rasgarse las vestiduras es preciso ser en extremo consecuente —y, por tal, absoluto. Mackey es contradictorio —oscórs— pero si alguien quiere cambiar algo respecto de Whole Foods o su CEO, deberá actuar más allá de Facebook y una protesta de té-canasta. Si prosperan negocios de personas poco éticas hay que organizarse para conseguir transformaciones —Whole Ethics Foods, si quieren; hacer más que chillar. Al cabo, el problema no es del chancho sino de quien lo alimenta con orgánicos. 

El dogmatismo de lo políticamente correcto —como cualquier dogma— es ingenuo y bastante impráctico cuando no peligroso. En más de una ocasión los chicos buenos nos beneficiamos de los chicos malos. No todo puede caer en la justificación del relativismo —hay límites, es obvio— pero debemos aprender a manejar lo distinto e indeseable. Las calenturas no son razonables para tomar decisiones. ¿Son más dañinas las opiniones —¡opiniones!— de Mackey sobre un proyecto donde no tiene incidencia que las decisiones que tomó y beneficiaron a miles de familias? ¿Tan malo es que alguien piense distinto —distinto de mí? El histerismo siempre se va a quedar desnudo y con hambre. 

Una semana después de suspender la compra del Baby Bee, volví a Whole Foods con la cabeza gacha. El champú que había encontrado de reemplazo hacía llorar a Teo. Sepan disculpar compañeros del dogma: una lágrima chiquita de mi hijo es razón suficiente para justificar mi traición al inorganicismo orgánico de cabotaje.

Diego Fonseca escribe sobre política y periodismo para Al Día Café. Es un periodista y escritor residente en el área de Washington, DC; editor de la revista «Etiqueta Negra», autor de «Joseph Stiglitz detiene el tiempo» (eCícero), y co-editor de «Sam no es mi tío: veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano» (Santillana USA). Sus escritos se han publicado en América Latina y Europa. Es profesor visitante de la Facultad Latinoamericana de Comunicación Social (FLACSO) en Ecuador. Síguelo en Twitter: @DiegoFonsecaDC.

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