By the dawn's early light
Las efemérides están hechas de chicle: se mastican a gusto hasta dejarlas sin jugo, y cuando ya no sirven ni para ser estiradas, hacemos una bolita y las pegamos debajo de la mesa mientras nos echamos una nueva a la boca. Algo parecido tratamos a la Historia: masticamos sus hechos hasta volverlos insípidos, los dejamos atrás hechos piedra, fagocitamos un nuevo episodio.
Las efemérides tienen la magnífica flexibilidad de permitirnos hacerles decir lo que queramos —al fin de cuentas, eso es la Historia. En cada momento y en cada época, alguien habrá vivido sus hechos como las mayores sorpresas, épicas, locuras, atrocidades del año o de la década o —con mucho— de su vida. Pero pocas fechas resisten la cocción a fuego lento del tiempo y no acaban en mera anécdota.
Así, un 21 de enero de 1998, Fidel Castro le tendía la mano a Juan Pablo II en la primera visita a Cuba de un Papa después de que los barbudos de Sierra Maestra bajaran a Fulgencio Batista de su país-casino. El mismo día el mundo se enteraba que en el Salón Oval de la Casa Blanca un señor llamado Bill Clinton había entreabierto las piernas para que se acercase una señorita llamada Monica Lewinsky. ¿Qué hecho —ambos cacareados en grande en su momento— tendrá mayor capacidad de sobrevivir el ácido de las décadas?
¿Recordaremos en un tiempo que un mismo 21 de enero John McEnroe se convertía en el primer tenista en ser expulsado del Abierto de Australia? ¿O que la justicia americana determinó que Lorena Bobbitt sufría insanía temporal en el momento en que le cortaba el pene a su marido? ¿Será suficiente efeméride la bomba que cayó en Beirut en los setenta, otro Enero 21, y mató a veintisiete, o ya son sólo otras muertes más? ¿Recordaremos que el 21 de enero de 1978 los Bee Gees llevaban veinticuatro semanas con Fiebre de sábado por la noche como #1? ¿El primer vuelo de un 747 (1971), el casamiento de George Harrison con Patti Boyd (1966), la exhibición del primer automóvil a gas, hace medio siglo?
¿Recordaremos, tal vez, esta? Un 21 de enero de 2013 un mulato juró por segunda vez consecutiva en la historia la presidencia de Estados Unidos, el mismo hombre dio un discurso que reverberará en la historia por su potencia inclusiva, y algo así como un millón de ciudadanos más o menos primermundistas de Washington, DC creyeron que no había mejor modo de combatir el frío que quedarse cuatro horas al aire libre.
¿Podrá Barack Obama ser algo más que un chicle duro bajo la mesa de fórmica de la historia?
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En 2009, cuando Obama juró por primera vez la presidencia, dos millones de personas ocuparon el National Mall y las avenidas y calles circundantes del centro de Washington, DC. En aquel año, los vendedores de misceláneas que en la jura del lunes ofrecían tres calentadores de mano por cinco dólares, vendían uno por el mismo precio. El clima meteorológico explica una parte —en 2009 hacía algo más de frío, pero no demasiado más que ahora—, pero lo que explica más es el clima político. Entonces Obama no había defraudado a nadie y era el origen y receptor de una pasión no vista desde JFK.
El segundo mandato llegó con la previsible erosión de dejar de ser el chico soñado y haberse convertido en un hombre sometido a la presión de ejercer el cargo —todavía— más determinante del mundo. A Obama le tocó oficiar de Sísifo en los primeros años. Sobre su espalda cargó —entre otras piedras— la peor crisis de la historia del último siglo para la economía americana, dos guerras inconclusas, el ratón criminal de Osama Bin Laden esquivando a placer al elefante de la inteligencia militar americana, los tataranietos de Ebenezer Scrooge manejando la banca y Wall Street, la resurrección libertaria del Tea Party, un Estado con cardiopatías y el colesterol por las nubes.
Desde 2009 recorrió un pasillo al rojo vivo y debió aprender por las buenas y malas qué porción de sus paredes ardía y en cuál podía apoyarse sin riesgo. Tuvo méritos —estabilizó la economía, creó empleo, corrigió parcialmente el sistema de salud, acabó las guerras—, tuvo grises —fue un campeón de los derechos igualitarios pero su administración deportó más inmigrantes que la de George W. Bush—, y oscuridades —una débil regulación del sector financiero, la herida de Guantánamo, la guerra de drones.
Obama no fue especialmente proactivo con los latinos en su primer mandato, pero la comunidad contribuyó a darle una apabullante segunda oportunidad votándolo en masa. Tampoco gobernó con un manual de reivindicación de la raza negra, pero los afroamericanos le respondieron sin titubeos. Por eso, a pesar de los pesares, cuando arribó con las manos llagosas a la elección, los electores le confiaron otra vez la tarea de dirigir el país frente al riesgo institucional de Mitt Romney y la caballería republicana.
Tras un gobierno con tropezones y aciertos, la sociedad americana —¿la sociedad global?— ha agotado el tiempo de la pasión. Obama fue el amor de la vida de muchos; ahora tienen un matrimonio con problemas, donde cada tema exige una conversación profunda. Es como una reconciliación tras la patinada del infiel. Le han renovado la confianza pero hay lastimaduras. Todos están más viejos, menos dispuestos a la pasión de los primeros días de fulgor. Un clásico de la política, de confianzas profundas a decepciones crecientes. La pasión devenida matrimonio ahora debe administrar una familia numerosa que necesita de todo.
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El 21 de enero el National Mall fue una reunión familiar, menos festiva que la de 2009 pero bastante unida. En la explanada de 15th Street y Pennsylvania Avenue, justo detrás del edificio del Tesoro y a dos cuadras de la Casa Blanca, la multitud era una foto móvil del Inauguration Day anterior: mayoría de negros, blancos clasemedieros liberales, latinos, asiáticos, árabes. No había allí ni cornetas ni bombos ni petardos —la mayoría de ellos, prohibidos y secuestrados en los puntos de acceso— y el mayor ruido que se escuchó fue el que podían producir las gargantas de las personas. La gente se sentó civilizadamente en las tribunas repletas para ver el paso del desfile que unió el Capitolio y la Casa Blanca por Pennsylvania. Igual de doméstica y civilizada hizo una fila de treinta minutos para comprar un café y luego otra de veinte para adquirir, otra vez civilizadamente, un hotdog. El mismo civilizado autocontrol predominaba en las tres o cuatro filas de paseantes apilados detrás de los vallados custodiados por las policías de Washington, Virginia y Maryland, la Guardia Nacional, el Servicio Secreto y, en algunas áreas, los oficiales del servicio nacional de guardaparques. (Uno, tan argentino, se aburrió un ratito —¿dónde hay choripanes, adónde un cantito irónico?— pero, tan fuera de Argentina, la pasó civilizadamente cómodo otro ratito más largo.)
Las tomas de posesión presidencial son el sustituto simbólico —aunque no equivalente— que las democracias construyeron a las entronizaciones de los reyes. Todo gira —y debe girar— alrededor de ese hombre o mujer consagrado por las mayorías. Aunque bastante más relajados, los juramentes institucionales conservan las formas de las monarquías. Hay lugares asignados en función a la importancia de la persona o su rol institucional, hay un afuera —la calle, para las gentes— y un adentro excluyente —los salones, para la realeza democrática de funcionarios y representantes.
En el interior de los salones Obama y su vicepresidente, Joe Biden, fueron homenajeados por los líderes de las mayorías y de la Cámara de Representantes y el Senado. La demócrata Nancy Pelosi descubrió una copia de la Declaración de la Independencia y una foto del Capitolio tal como era en la Guerra Civil para el presidente. John Boehner se plantó tras los micrófonos con su impecable cara color caroteno y obsequió a Obama y Biden dos vasos altos de cristal chino con la fachada del Capitolio grabada a mano en la base. Esas reuniones reafirman la idea de la camaradería. Los hombres redescubren que, aun en veredas opuestas, forman parte del mismo espacio: ellos, por ser poder, pueden. Así Bill Clinton —que es el rey del pueblo tanto como JFK su príncipe imposible— bromea con Boehner con sonrisa franca como si ambos fueran padres en la misma escuela y el senador Chuck Schumer oficia con franca contentura de maestro de ceremonias presidencial como si fuera una especie de Billy Cristal para burócratas que se palmean y beben champaña a gusto en un día helado para luego apuñalarse por la espalda en las votaciones del déficit o el techo de la deuda.
A la noche, cientos de iPhones se elevaron para retratar a Obama en un tuxedo moviendo delicadamente por el centro del salón del Commander-in-Chief's Ball a su mujer, en rojo brillante, mientras Jennifer Hudson cantaba «Let's Stay Together». Obama llevó a su mujer contra su pecho y le apoyó la mejilla en el rostro. Esa misma tarde había tenido otra de sus habituales demostraciones de amor, besándola durante el desfile por Pennsylvania Avenue mientras sus hijas los fotografiaban con el teléfono. Los Obama han transmitido una imagen de pareja afectuosa y moderna, como si supieran que tienen prestado por un tiempo el edificio de 1600 Penn y que, tras eso, volverán a su existencia de profesionales de clase media-alta. Sasha y Malia son niñas corrientes que parecen no resentir el lugar que ocupan sus padres en el mundo, educadas para ser personas corrientes con vidas corrientes en un lugar excepcional. Cuando veo las fotos que distribuye la Casa Blanca con la familia cenando pizza, descalzos y en el piso del despacho presidencial, no pienso jamás en un montaje: los Obama son más una familia real —de verdad, no monárquica— que una regular producción de relaciones públicas en un mundo de operaciones políticas.
Ese afecto hacia la familia presidencial se transmite en las calles y parece decir que, tras la desaparición del Clan Kennedy y la implosión de los Clinton, los Obama tal vez puedan llegar a ser el nuevo gran icono liberal de Estados Unidos. En el pavimento de 14th Street, una pantalla de un móvil de NBC reunía a un grupo de personas —rubias estudiantes de Georgetown, señoronas afro con tapados de piel y uñas color dorado— y cada una de ellas respondió con un americanísimo awwww a las demostraciones de amor del presidente a su mujer. Cuando Obama y su esposa recorrieron de la mano la calle tras la jura, saludando a la gente, llevaban sus dedos enlazados. Por varias cuadras, el griterío bieberiano alcanzó los decibeles de 2009 y la pareja presidencial se lo gozó de principio a fin, las sonrisas impecables.
—Obama está enamorado de la mejor de nuestras chicas —dijo mirando la pantalla de NBC una redondísima señora a una estudiante de Georgetown School of Law. (Ninguna de las mujeres era morena: la raza no era un subtexto.)
Obama mismo tuvo cabal lectura del momento único que representaba el 21 de enero, cuando al cumplir con su jura en el descanso del Capitolio se detuvo a medio camino en las escaleras. Malia, la mayor de las hijas, frenó su ascenso unos escalones más arriba y de inmediato comprendió la calidad del momento. Giró y llamó a viva voz a Pete Souza, el fotógrafo de la Casa Blanca. Souza se plantó y disparó cuantas veces pudo: frente al lente de la cámara estaba la nuca de Obama, detenido contemplando a los cientos de miles de viandantes que soportaban el frío, cuerpo a cuerpo, en el National Mall.
«Quiero darle una mirada una vez más», dijo Obama al detenerse y girar hacia la multitud, aferrándose al instante. «No voy a ver esto otra vez».
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Son pocos los momentos en que multitudes y líderes comulgan. Las exequias son el definitivo —y nadie los disfruta, empezando por el difunto. Obama tuvo sus noches de triunfo electoral, su inauguración como orador en las primaria demócratas de 2004, su discurso de 2009, y ambos Inauguration Day.
En las cercanías de la Casa Blanca —al menos en el trapecio que forman New York Avenue, Penn Ave, la 12th y la 15th Street—, la abrumadora presencia de la comunidad negra se disolvía un poco y dejaba ver blancos y latinos en mayor número. En esa zona, como en todas las calles de downtown durante la jura y desfile, se exponía la mayor demanda del momento, el mensaje que condensaba el pasado y el presente: un afiche de fondos negros con la imagen de Martin Luther King Jr, cuyo nacimiento se festejó el día de la jura de Obama, presidido por la frase «Empleos, no guerra». Nada más la bandera nacional ocupaba más manos que ese poster.
Durante la jura y el discurso presidencial, muchísimas personas siguieron con atención las palabras, y muchos de ellos con los ojos cerrados. Pero otra buena porción convirtió el encuentro en lo que se han transformado todas las reuniones sociales y buena parte de la vida diaria: una oportunidad para transformar los hechos en su inmediata reproducción. Facebook y Twitter ardían en un día de osos polares.
En general, la gente va a una asunción presidencial a compartir algo con quienes ya comparte algo —una idea, un amor, ese presidente. Los contreras se quedan en casa, a no ser que sean funcionarios, masocas, quieran salir en televisión o constituyan ese tipo extraño de personas de buen corazón capaces de tener la mente muy abierta —algo escasamente visto en el reino animal en el que se ha convertido una buena parte del GOP americano. Por ende, la parroquia disfruta del momento y luego parte, mansamente, a comer y tomar algo en los restaurantes y a agotar el feriado en familia o con amigos. Uno, en cambio, va a buscar símbolos: qué, de ese gesto común de esa señora común dice algo de todo esto que estamos viendo.
Entre esos símbolos están los momentos de, digamos, profunda religiosidad. La salida de Obama al proscenio fue uno, como ciertos pasajes de su discurso, o la toma de protesta del accionista de Colgate Joe Biden ante Sonia Sotomayor. Pero dos instantes tuvieron mayor intensidad y jerarquía. Cuando Obama juró su segundo mandato, la multitud estalló en una sola voz —me produjo piel de gallina—, y cuando el pastor Luis León, un hijo de cubanos, inició su bendición, esa misma multitud agachó la cabeza con una simultaneidad que pareció coreografiada por, claro, el mismo dios. El silencio fue absoluto. El presidente de Estados Unidos y dios, las dos máximas autoridades de una nación disciplinada y puritana.
Símbolos. Los versos del poeta Richard Blanco y la llaneza del pastor León —que bendijo en español a «Barack y Joe»— prepararon un poco las almas, pero el frío de la mañana de Washington acabó por romperse después del «Signed, Sealed, Delivered» de Stevie Wonder que cerró la ceremonia de jura. En la espera del desfile post inauguración, los parlantes escupieron de inmediato «Mi gente», cantada por Marc Anthony. Es una salsa tremebunda, de esas bombas de Héctor Lavoe que hacen mover la pata a un pampeano con cadera de titanio. Stephany Jerez, una nativa de DC hija de colombiano y salvadoreña, fue la primera que reventó el termómetro a caderazos. En la vereda de enfrente de la Reserva Federal, Stephany bajó de su tribuna a un espacio común, se quitó el sobretodo, tiró por los aires los guantes y empezó a mover las piernas frente a una tribuna de African Americans que no tardó en unirse a la sacudida de músculos. Cuando invitó a los policías a bailar, en más de un giro un grandote colorado y gallardo miró a Stephany por debajo de donde la espalda empieza a tomar sombra. Sonreía como sonríen los policías de los avisos de la TV pero no se animó ni a cruzar la baranda ni a mover la patita.
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Símbolos.
Si algo ha sido Obama, en rigor, es un candidato transfronterizo, en agenda y comportamientos. Cuando tuvo oportunidad de imponer el aval de la victoria electoral, durante la discusión de la reducción del déficit a fines de 2012, optó por su ejercicio habitual, la generación de consensos. En el discurso de Inauguration Day su preocupación por los equilibrios se convirtió con comodidad en retórica de estadista —Obama ha nacido para dar discursos, pero aun debe probar que la ecuanimidad de su palabra puede ser reivindicada por la realidad política. El presidente puso su agenda —construir una sociedad cohesiva— en el epicentro del American Way of Life —el individuo como actor: para obtener logros colectivos, reclamó, es necesario el concurso de cada persona.
Chris Cilliza, en The Washington Post rescató el párrafo central de los diecinueve minutos del discurso. Es el siguiente:
"It is now our generation's task to carry on what those pioneers began. For our journey is not complete until our wives, our mothers and daughters can earn a living equal to their efforts. Our journey is not complete until our gay brothers and sisters are treated like anyone else under the law for if we are truly created equal, then surely the love we commit to one another must be equal as well. Our journey is not complete until no citizen is forced to wait for hours to exercise the right to vote. Our journey is not complete until we find a better way to welcome the striving, hopeful immigrants who still see America as a land of opportunity until bright young students and engineers are enlisted in our workforce rather than expelled from our country. Our journey is not complete until all our children, from the streets of Detroit to the hills of Appalachia, to the quiet lanes of Newtown, know that they are cared for and cherished and always safe from harm."
Unas horas después, mientras comía una hamburguesa en un pub irlandés cerca del Zoológico, y hombres en traje y mujeres con pins y gorros de Obama seguían el almuerzo presidencial por las pantallas planas entre cervezas, conecté con el discurso rancio que no estuvo presente la mañana del 21 en el centro de la capital. También en The Washintong Post, una mujer, indudable miembro del 47% que no votó por el presidente, comentaba el discurso de Obama con sorna y ácido. «Elocuente actor y creador de discursos, espantoso hacedor, arrogante ejecutivo, terrible gestor y absolutamente alguien en quien no creer ni confiar», escribió. «Todos los americanos por igual tendremos que rezar mucho para sobrevir a BHO y sus secuaces y a todo lo que hacen para preparar un próximo mandato de Biden».
Esa imagen —indudable— es parte de la casi-mitad de Estados Unidos que se quedó en sus casas. Es posible que muchos de ellos beban líquido de batería para mantener sus enojos activos —y es posible que muchos de ellos se movilicen desde los próximos días para evitar que el Congreso sancione restricciones a la compra de armas, una de las acciones de Obama más cívicamente esperadas tras el asesinato de veinte niños y seis adultos en el pueblo de Newtown, a mediados de diciembre. Pero yo prefiero creer que la gran mayoría de los opositores a Obama estuvo desinteresada, que otros decidieron emplear el día para jugar con sus hijos o hacer una barbacoa o ir de compras a Home Depot. O que, como Boehner y Eric Cantor, el líder republicano del Senado, se entregaron a participar de las ceremonias de manera respetuosa, institucional —civilizada.
Obama encara ahora el final de su gestión con cuatro años para dejar su marca en la Historia —sus propias, perdurables, efemérides. Tiene un país partido casi al medio, donde todavía no se observa cómo se encaminarán las tensiones pre-electorales —y las que acompañaron su primer periodo. El escenario en el que debe trabajar puede reconocerse en el final de su juramento. En el exacto momento en que Beyoncé concluía el canto de «The Star Spangled Banner», con una multitud entusiasta en un día helado, los semáforos frente al Tesoro de Estados Unidos encendieron dos potentes luces rojas antes de dejar que una sola vía —la calle que llevaba hacia la Casa Blanca— se vuelva, finalmente, verde.
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