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Cuando la tristeza es un insulto

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Los
nombres que la historia abraza, son bustos huecos de yeso, y se parecen a las
miradas yermas de los niños de las épocas, hijos de traumas y vacíos.  

Hace
pocos meses se lanzó un ataque súbito contra una conocida política
estadounidense que costó la vida a otras seis personas, entre ellas una niña de
nueve años.   Varias escuelas
y campus universitarios han sido testigos de matanzas aleatorias irracionales,
con similar modus operandi.      ¿los culpables?  Gente enferma…  desquiciada...  supuestamente.

¿Es éste
absurdo distinto del que evoca una guerra, cuando las víctimas inocentes son
las más?   ¿Se diferencia de
los caídos en la lucha por la "libertad"? 
Los mares de gente, embravecidos, buscando reivindicaciones sociales y
justicia, reprimidos y acosados, son expresión también de una ira que no puede
contenerse.   En la ira, aún
argumentada, no media siempre la cordura y menos la justicia.  Y los estrategas  de estas lides,  defendiendo sus causas nacionalistas,
¿qué excusa tienen para ingeniar la crueldad de la tortura, la matanza descabellada?
¿toman xanax, paxil?     ¿por qué a ellos los consideramos
héroes?

Nuestro
idílico cosmos, cada vez más progresista, humanista, en el que hemos aprendido
tanto, es cada vez menos coherente y menos vivible.   Los derechos elementales tienen que defenderse como
los lobos defienden un pedazo de carne cruda.  Nunca antes en la historia hemos comprendido más nuestro
entorno,  sin embargo, seguimos
atropellando y siendo atropellados.

Nos
enzarzamos en guerras que nos parecen servir causas "superiores"  como si la vida de las personas, que se
estiman descartables, se pudiera cuantificar.  ¿Cuál es la excusa entonces?  ¿Una enfermedad mental o una deformidad moral a la que los
tolerantes de nuestro tiempo se rehúsan en calificar como lo que es?  Esta deformidad moral no es otra cosa
que crasa maldad.

 

¡Qué
curioso!  Nosotros los ecologistas,
los que creemos en preservar la vida… 
conviviendo con monstruos y haciéndoles monumentos.

No tengo
que decir cuánto me duelen los niños que esta violencia desgarra.  Los niños que se esconden en los ojos
de los envejecidos, los que siguen simulando que no se cansan, que bien vienen
la siguiente mañana.

Esa
violencia que quiere imponerse con su mordaza de sangre no me asusta, me
repugna.

En
defensa de los tristes, para quienes su tristeza es un estigma, para los que
cargan su tristeza como un insulto, para ellos que combaten la adversidad, los
capaces de compartir y ensanchar sus almas heridas… no es en vano, ni es
inútil.

Me
consuela, me fortalece. 

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