Anecdotario: Déjame!
Sopla un
vientito escapado de la pluviselva en el margen interior, viene fugitivo y sin
pulso a calentarse en las orejas.
Por alguna
razón no logro sentirme en paz, mientras que el paisaje se abre dándonos la
bienvenida, todo seco, arcilloso,
combinado con gritos de buñoleros a lo largo de las carreteras, en especial en
el paro forzoso del peaje.
Las mujeres
hablan sin parar y en estos momentos me alegra, y me alivia más que me alegra,
estar con mi madre. Me ahorra la
agobiante tarea de estar pendiente y mirar a los ojos a cualquier interlocutor,
simulando al mismo tiempo no tener ningún aire moreteado revolviéndose en el
pecho como un presentimiento.
Trato de no hacerme caso, de dormir, pero cada vez que lo intento la
cabeza decide formalizar a golpazos un irreconciliable romance con el techo del
auto.
Cuando llegamos
al fin, sucede una especie de milagro:
Meche saca el café de haba de su abuela y nos reconforta. La playa está a cuatro cuadras cacofónicas de
tierra y piedra y perros espectros y huidizos que no se dejan acariciar por mí,
que siempre creo que puedo humedecer de amores truncados a las almas heridas y
maltratadas.
Al día
siguiente me despiertan las carcajadas de Meche sin peritoneo, pareciera que la
vida en ella ni tuviera prisa, ni fuera a terminar jamás. Las carcajadas de Meche,
carcajadas estridentes y recortadas como aplausos...
Toty mira
triste y quieta, su vida por dieciséis años ha sido un ir y venir de sombras y
a cada rato dice: "Sí,
mija. Anda no más, mi amor". Algo raro nos une a todas, no la
envergadura ni los atropellos, acaso los esfuerzos por repartirnos y
repararnos., de pronto los hijos que no tendré nunca porque no quiero.
Al otro día el
ir y venir de las mareas nos atrae
y nos ilusiona para jugar a ser espumas y burbujas cristalinas. Pero el océano no está limpio, y
se ve nefasto al fondo negro, hipócrita.
Súbitamente una
mirada de terror en medio de lo inmenso, la vida yéndose por las olas. Verdes los ojos, verdes las olas; rojos los ojos, negras las olas. En forma circular y arremolinada, el
terror succionándonos en silencio, un silencio estridente y hueco.
Unas manos sin
fuerza y cobardes se arrancan en defensa de la vida ajena. ¿Ajena? Es la madre revolcada y ensartada mar adentro como una
víctima más en su collar de sacrificios.
Pienso en la fugacidad apremiante del tiempo, en los ojos desorbitados y
los brazos que en desesperanza se hunden, apenas puedo moverme: yo siempre liviana en las aguas ahora
transformadas en pesadas, densas, heladas masas opresivas.
"Déjame"
- dice ella - sin mencionar la
palabra muerte, pero la muerte se cierne sorda y tonta en la vastedad. Tengo el alma vacía, y de la nada una
voz casi de escombro, me surge con
firmeza tranquilizando a la madre que boquea presa del pánico.
"Déjame"
- dice ella - como si yo no
quisiera morir lo suficiente, como si yo pudiera vivir lo suficiente sin sus
ojos verdes... y ahora rojos: ojos
de vidrio, nebulosos y estirados, de arterias brotadas de angustia.
Cómo llegué
hasta ella, cómo me puse detrás, cómo la empuje, cómo salimos ... no lo sé.
Pero allí, en
lo profundo, con su mano aprisionada en la mía, yo hablando sin creerme ni una
palabra, ella sin agarrarse de mi aparente fuerza en su heroísmo retórico de
madre... yo hablando y sofocándome sin aire, ella con el color perdido en una
curva de las olas. Ella creyendo
que yo piso un fondo ilusorio, yo con el terror empaquetado, clamando por su
vida, ella sin notar que yo hacía un juramento a Dios.
Es en forma
circular, reducida: la vida delgada en los muslos grandes, un punto fértil que
se extingue de un soplo, un segundo disperso y frágil al que le llama la
atención un retrato de lo absurdo.
Eso éramos:
unas mechas blancas, casi llorando en medio de la sal derretida.
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