La sombra de la generación de los años 60
Estamos
viviendo, se dice, el período más desgarrador desde el fin de la Segunda Guerra
Mundial. El desempleo ha sobrepasado el 9 por ciento durante 20 meses y no está
claro cuándo declinará decisivamente. La fe de los norteamericanos en el futuro
se tambalea; una reciente encuesta Gallup halla que sólo uno de cada siete
norteamericanos piensa que es "muy probable" que los niños de hoy "tengan una
vida mejor que la de sus padres". Los sentimientos y los hechos son genuinos,
pero la conclusión equivale a una amnesia histórica. Hay, por lo menos, otro
período parecido al actual en lo que respecta a la desilusión y la polémica
—los años sesenta.
En
un primer examen, la comparación parece absurda. Los años sesenta fueron
extremadamente prósperos. La economía se expandió durante 106 meses, lo que
estableció un récord en aquella época; para 1969, la tasa de desempleo era de
un 3,5 por ciento. Para los que buscaban trabajo, era el paraíso. "Yo no busqué
un trabajo, el trabajo me buscó a mí", recuerda el especialista en Ciencias
Políticas, Alan Wolfe, de Boston College, quien recibió su doctorado en 1967.
Eso podía aplicarse a casi todo tipo de trabajo. Ahora, los que están a punto
de ser doctores enfrentan perspectivas "horrendas", señala Wolfe, lo mismo que
la mayoría de los que buscan empleo.
Pero
un enfoque estrictamente económico pasa por alto paralelos políticos y
psicológicos más amplios. Lo que le asusta a la gente, hoy en día, es que hemos
experimentado reveses que no habían sido pronosticados ni imaginados en absoluto
(pánico financiero, quiebras de bancos importantes, la quiebra de General
Motors, enormes déficits presupuestarios, el colapso en el valor de la
vivienda) que generan profundas dudas sobre nuestras instituciones y líderes.
La clase política no parece poder responder a los retos. La estridencia del
debate refleja el temor de que uno grupo político u otro arrastre al país en
una dirección desastrosa.
Exactamente
el mismo tipo de ruptura se produjo en los años sesenta, y aunque las causas
fueron muy diferentes, las consecuencias manifestadas en el divisionismo y la
ansiedad de la población son tan grandes o mayores que aquellas. "El país
estuvo más dividido que en cualquier otro momento desde 1861, justo antes de la
Guerra Civil", expresa el historiados Allen Matusow, de Rice University, autor
de la aclamada historia de los años sesenta "The Unraveling of America" (El
derrumbe de Estados Unidos).
Alrededor
de dos tercios de los norteamericanos, nacidos en 1960 y más tarde, son
demasiado jóvenes para recordar de primera mano las convulsiones de los años
sesenta. Incluso para muchos que los vivieron, los Sesenta se han convertido en
una caricatura —hippies, drogas y protestas antibélicas. Lo que se olvida es la
acritud pública y privada de la época.
El
conflicto no siempre es algo negativo. Las protestas de los derechos civiles, a
principios de esa década, produjeron la legislación más significativa posterior
a la Segunda Guerra Mundial: la Ley de los Derechos Civiles de 1964, que abolió
la discriminación en el empleo y en las instalaciones públicas. Pero comenzando
con el asesinato del presidente Kennedy, en noviembre de 1963, y terminando con
la renuncia de Richard Nixon, en 1974 —los límites reales de los históricos
Sesenta— los norteamericanos se vieron cada vez más traumatizados por hechos
que, en aquel momento, eran impensables.
Nadie
pensó que al asesinato de Kennedy le seguirían otros: el de Martin Luther King
y el de Robert Kennedy en 1968. Nadie pensó que los disturbios urbanos, que se
iniciaron con la sección Watts de Los Ángeles, se convertirían en una amenaza
recurrente ese verano. Nadie pensó que las protestas anti-Vietnam (parcialmente
impulsadas por los temores de los estudiantes a ser reclutados) crecerían hasta
convertirse en un importante movimiento político. Nadie pensó que un presidente
(Lyndon Johnson) no se presentaría a su reelección y que otro (Nixon)
enfrentaría un juicio político y renunciaría. Nadie pensó que la bonanza
económica generaría una inflación cada vez mayor.
Los
efectos en la psiquis nacional fueron profundos. Los demócratas, más que los
republicanos, se dividieron tremendamente. La gente se sintió amenazada. La ley
y el orden se convirtieron en una causa popular —de 1963 a 1973, la tasa de
homicidios se duplicó, de un 4,6 a un 9,4 por cada 100.000 habitantes— y a
veces se utilizó como código de racismo. En las elecciones presidenciales de
1968, el gobernador George Wallace de Alabama hizo su campaña aprovechando esa
reacción negativa y recibió el 13,5 por ciento del voto.
La
polarización no fue sólo pública. Las familias se dividieron furiosamente.
Algunos de los primeros baby boomers, criados en la prosperidad y sin haber
conocido la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, adoptaron opiniones
políticas y estilos de vida inconformistas que enfurecieron a sus padres,
quienes habían vivido tiempos duros y creían tener la razón.
Los
activistas siempre constituyeron una minoría. Una encuesta Gallup de 1969 halló
que el 72 por ciento de los estudiantes universitarios nunca participó en una
manifestación contra la guerra. Pero la alta visibilidad de la minoría alimentó
la percepción de que Estados Unidos se estaba derrumbando, y que su juventud
privilegiada rechazaba "los
estilos convencionales de la clase media" e impugnaba "los símbolos del
patriotismo norteamericano" escribe el historiador de Brown University, James
Patterson, en su libro "Grand Expectations: The United States, 1945-1974"
(Grandes Expectativas: Estados Unidos, 1945-1974).
Fue
una época desgarradora. Aunque hay diferencias drásticas entre el entonces y el
ahora, la historia nos recuerda que hemos pasado por esto anteriormente.
También nos permite un modesto optimismo. Con tiempo, suerte y liderazgo,
Estados Unidos tiene la capacidad de repararse a sí mismo.
© 2011, Washington Post
Writers Group
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