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Rebelión en Bolivia

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            El 26 de diciembre, Morales decretó —durante una visita a Venezuela—el aumento del precio de diversos combustibles, todos los cuales habían
sido masivamente subvencionados por años. El incremento

            —entre 57 por ciento y
82 por ciento— desencadenó
reacciones en masa de sindicatos, organizaciones de base y asociaciones civiles
cuando se dispararon los precios del transporte y los alimentos. Tras los
choques que dejaron decenas de heridos, Morales se vio obligado a revocar la
medida. El resultado es que a grupos radicales como la Federación de Juntas
Vecinales de El Alto, el bastión de Morales que domina La Paz desde las alturas
altiplánicas, además de la todopoderosa Confederación Obrera Boliviana, el
sindicato del transporte e incluso los cocaleros se les ha otorgado un poder de
veto sobre la política energética y otras áreas. Morales es ahora un rehén de
los grupos que lo ayudaron a derrocar a dos gobiernos democráticos en la última
década y allanaron su camino al poder.

            Lo
que ha ocurrido en Bolivia encierra dos lecciones para el resto de América
Latina. En primer lugar, el modelo populista es insostenible. Segundo: la
lógica del populismo autoritario apunta a una radicalización cada vez mayor
precisamente porque es insostenible.

            Morales
nacionalizó la industria del petróleo y el gas en mayo de 2006. Anunció que las
empresas extranjeras ya no explotarían al pueblo boliviano mediante el saqueo
de sus recursos naturales, que su país lograría la independencia energética y
que la riqueza ganada serviría para redistribuir las bondades del subuelo a los
pobres. Medidas similares tomadas en dos ocasiones en el siglo pasado no habían
funcionado. Era sólo cuestión de tiempo antes de que Bolivia, que nada en
hidrocarburos, enfrentase una crisis energética y el consiguiente el caos
social.

            Al
principio, todo parecía ir de lo lindo. Gracias a los altos precios de
exportación de los recursos naturales, los ingresos de Bolivia aumentaron 200
por ciento en siete años (tomó a Estados Unidos cuatro décadas lograr lo
mismo). Numerosos programas sociales que llevan nombres de personajes
históricos permitieron a las autoridades poner en marcha un vasto sistema de
clientelismo y dependencia.

            Mientras
esto ocurría, las empresas que solían invertir en petróleo dejaron de hacerlo
debido a los bajos precios internos fijados por el gobierno. Algunas apostaron
su dinero al gas natural en condiciones draconianas; otras se dieron por
vencidas. El ente petrolero y gasífero del gobierno, YPFB, que se suponía debía
librar a los bolivianos del combustible importado, se vio obligado a compensar
la caída de la capacidad de producción y refinación mediante la compra de mucha
más gasolina, diesel y gas licuado de petróleo a altísimos precios internacionales.
Pronto, la cuenta ascendió a más de 600 millones de dólares anuales. Dado que
el precio interno de los combustibles estaba fuertemente subvencionado, el
coste abultó un déficit fiscal ya pasmoso. En 2010, año en el que el alto
precio de los "commodities" proporcionó a
la autocracia de Morales cifras récord de ingresos, el déficit presupuestario
de Bolivia, a pesar de las fantaseosas estadísticas oficiales, alcanzó el
equivalente al 5 por ciento del producto interno bruto del país.

            Hasta
que Morales decidió que no tenía más remedio que devolver los precios a la
realidad, decretando el aumento. Su argumento fue que el combustible
subvencionado estaba alimentando el contrabando hacia los países vecinos. Tenía
razón, por supuesto: los precios controlados por comisarios siempre tienen este
efecto. Pero ese era sólo uno de los muchos problemas ocasionados por su
demencial política energética. En cualquier caso, las organizaciones que lo
habían apoyado durante los diversos enfrentamientos que han marcado su gestión
contra grupos de centro-derecha, la clase media y gremios empresariales de la
provincia oriental de Santa Cruz, se rebelaron, furibundos, contra Morales,
amenazándolo con la suerte sufrida por sus predecesores.

            Todo
lo cual confirma una sencilla verdad. Morales no comanda a sus tropas. Ellas lo
comandan a él, como es común en el populismo latinoamericano. Cuando las
políticas populistas fracasan, las tropas populistas exigen más
nacionalizaciones y una mayor centralización del poder…y más chivos expiatorios. El líder puede o bien
llevarlas a donde quieren ir, que es lo que Hugo Chávez está haciendo en
Venezuela, o perecer políticamente (o físicamente). Morales ha decidido
mantenerse en el poder y doblegarse ante las tropas desesperadas por combustible
barato y las graves consecuencias de tal acción.

© 2011, The
Washington Post Writers Group

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