Una invitación abierta
Hace más de dos
milenios el emperador César Augusto publicó un edicto en el que ordenaba se
hiciera un censo de todo el imperio romano: los súbditos debían empadronarse en
su ciudad natal. José era de la casa del Rey David, motivo por el cual debía
trasladarse de Galilea a Judea, o ciudad de David llamada Belén. Nazaret dista
de Belén más de 150 Km. María, muy
cerca de la hora del parto, acompañó a su esposo José en un penoso recorrido de
nueve días. Los caminos del país
no estaban aún trazados por los romanos; eran caminos apenas transitables para
las caravanas de asnos y camellos. José y María transportaron comestibles y los
objetos más precisos en un asno. Dormían en lugares públicos de reposo junto a
los caminos, tendiéndose en tierra, como los demás viajeros, entre camellos y
burros.
El evangelio de Lucas dice que cuando llegaron a Belén "no
había lugar para ellos en la hospedería". Por aquél entonces la hospedería era
un recinto sin techar, circundado por un muro bastante alto, con una sola
puerta. Las bestias quedaban en el
centro, al aire libre, y los viajeros, bajo los porches o entre los animales.
No había lugar para ellos: se asomaron al lugar donde
aposentaban las caravanas y al presenciar aquella barahúnda de gritos, hombres
y bestias, supieron que ese no era el lugar adecuado para que naciera el
Salvador. En aquellos tiempos todo parto era un eventual peligro de muerte. La
delicadeza, dignidad y pudor de la joven María le impedían experimentar el
momento supremo de dar a luz ante las miradas curiosas de los viajeros. Dice la
tradición que la hospedería era la última posibilidad de refugio: habían
llamado a las puertas de los amigos, parientes y conocidos. Las puertas estaban cerradas.
Todas las circunstancias estaban contra ellos. María vence el temor que siente toda
mujer que va a ser madre y, junto a José, emprende una peregrinación monte
arriba, en busca de un lugar para que su Hijo naciera. Ni las condiciones más adversas, ni la
emergencia de vida o muerte que se aproximaba lograron quebrantar la fortaleza
de la joven pareja. Los sostenía
un espíritu indestructible. Las
razones históricas por las que Jesús nació en un estable debieron ser para
mostrar a la humanidad que los grandes acontecimientos se dan entre grandes
dificultades.
Los pastores observaron de lejos la escena de Natividad:
el Salvador era un niño envuelto en simples pañales, recostado en un pesebre;
esperaban que la estrella los condujera a un palacio, y de momento se sintieron
defraudados. Sin embargo, al
acercarse un poco más advirtieron que el pesebre parecía estar envuelto en el
sortilegio de los rayos de plata de la luna, y las pajas parecían despedir una
luminosidad tan radiante como el oro de los rayos del sol. El cuerpo desnudo del Niño, iluminado
por los astros y calentado por las criaturas de la tierra, significaba una
ausencia de soberbia y una enorme humildad interior. Dios se hacía presente en medio de una sencillez
enternecedora, en majestuoso silencio, abrazado por el amor de José y María.
El recién nacido se ubicó en el centro natural del
universo, en comunión perfecta con su entorno. Escogió para nacer un lugar abierto hasta el infinito, en
espera de la visita de todos aquellos que quisieran conocer al Salvador: una
invitación a todos los seres de la tierra a una convivencia fraternal.
El nacimiento del Salvador se celebra una y otra vez. Cada año son nuevas las circunstancias
y nuevos los desafíos. Lo
importante es que el mundo cristiano jamás olvide, entre el jolgorio de la fiesta,
la profunda lección de la familia de Nazaret: la fe inquebrantable, el esfuerzo
personal ante las dificultades, y la entrega total al proyecto de
salvación. Los cristianos
recordamos que en el mundo siempre será nuestro compromiso el luchar por la
paz, el amor y la justicia: los regalos que el Niño Jesús nos trajo cuando
nació en el establo de Belén.
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