Sobrevivientes: El precio de la indiferencia
Unos hombres,
treinta y tres, son rescatados de los abismos de la tierra en Chile… en ignorancia da la impresión de que
hace frío allí, tan al fondo, en las raíces crudas. Pero no.
Esta es una oscuridad calcinante.
Aquí, pensar es un esfuerzo para no quedarse paralizado en un
rictus. O quizás, es el momento
justo de pensar demasiado, en todas las cuitas, en todos los pendientes, en
todas las cosas de las que uno se arrepiente por que quedaron escritas en el
tiempo, sin cristalizar jamás .
No hay noche que
ilumine, ni día en penumbra… las horas las deja de marcar el reloj lúgubre del
hambre. Pero cuando la esperanza
se cuaja, cuando la respiración vuelve, ni la luz más intensa es suficiente. Es la vida en éxtasis puro.
No fue así con
otros tantos. No fue así aquí en
Ecuador, en la Provincia del Oro.
Casi al mismo tiempo, murieron tres jóvenes con quién sabe qué sueños,
qué amores. Los hallaron a una
pilche (escasa, única) y triste hora de que expiraran.
Otros en Brasil,
otros en Colombia… no pudieron arrodillarse a gritos agradeciendo a nadie. No es justo pero es. En nuestro mundo de grandes
disparidades, de grandes atragantamientos, hay crímenes sin sentido, algunos
que sociedades enteras se han confabulado para negar, y hay el tributo a la
vida, aquellos a quienes llamamos héroes, más viejos o más tiernos, porque
hicieron el esfuerzo de seguir respirando aunque haya sido una empresa colosal
y encima, tendieron en medio de su propia angustia, de ese miedo sin medidas,
que arde tanto, que paraliza tanto, una mano a alguien que estaba más roto, más
perdido. Y él, el que rescata es
tan héroe como su rescatado, ambos sobrevivientes.
Todos los días
hay gentes en nuestro mundo que meramente sobreviven, porque salieron de un
abismo o se debaten con uno, sea literal o no.
¿Es heroísmo esa
supervivencia? Habrán muchas
conclusiones, pero para mí sí.
Si pese a que el pecho pulsa y duele, nos levantamos a enfrentar el sol
y la rapidez con que nos desgarra el día, sí.
Si podemos aun
con la voz queda, susurrar un cantito al oído de alguien que no tiene muchos
alicientes, compartir un abrazo, una manta o la amistad leal para siempre, sí.
Cuando no son
suficientes las palabras, el gesto más simple de solidaridad, tiene un boleto
de viaje sin fronteras. Ese abrazo
levanta nuestra disposición a seguir llevando nuestras cargas con celo, con
propósito. Pero duele. Sí y no debe esperarse una respuesta,
pero tener una roca en el pecho, por cerrar los ojos, por cultivar una
indiferencia para que nos proteja, demasiado caro. Una feroz mordaza en la voluntad, una decisión cobarde de ser felices a costa de cerrar los
ojos… no para mí.
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