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El modo como se ha contado la historia de nuestros pueblos hasta nuestros días, ha sido siempre un instrumento político, social y religioso de manipulación que ha servido para legitimar el pasado-presente de nuestros pueblos. 

Frente a lo "interesado" de nuestro relato histórico independentista y bicentenario cabe criticar la gran revolución independentista que nos "liberó" del yugo español pero que, acto seguido, doblegó a la gran masa de población latinoamericana ante la dominación de élites criollas, tan o más excluyentes y racistas que aquellas, hasta nuestros días. 

Si algún rasgo es constitutivo de la identidad latinoamericana es el de una historia siempre dependiente: durante tres siglos colonia española y portuguesa, en el siglo XIX semi-colonia inglesa y en el presente siglo neo-colonia norteamericana. La dependencia, exige recurrentemente su contrapartida: la liberación, la autonomía, la independencia, el alcance de mismidad.

No basta la libertad o la liberación solo respecto "de algo", sino que para que la independencia sea completa y humanizadora es preciso que se realice en una libertad "para" poder hacer algo. Los pueblos libres de ataduras requieren recursos, de oportunidades, de posibilidades, de espacio y tiempos "para" alcanzar la plena realización de su dignidad humana. Sin  esta libertad "para", el individuo y los pueblos son solo libres para morir de hambre.

Imposible ocultar que graves problemas sociales subyacentes bicentenariamente, antes de las fechas patrióticas que hoy celebramos, permanecen inalterados, radicalizados, profundizados, empeorados. Así, nos han acompañado por más de doscientos años problemas sociales tan serios y complejos como la discriminación, la pobreza, el analfabetismo, la inequidad y desigualdad en el ingreso a los recursos y a las oportunidades sociales y gubernamentales, la corrupción administrativa, la violencia de mil formas, la injusticia de mil rostros, etc.

No es de extrañar que sectores mayoritarios de nuestra población latinoamericana, vejados, atropellados y empobrecidos bicentenariamente, sin oportunidades "para" su independencia, consideran ofensivo los términos celebrativos en los que hoy se plantean estas fechas. 

Y es que las fechas de 1810, 1811 o 1819,  no pueden convertirse en mitos adámicos, fechas en las cuales todo comenzó. 

La misma expresión "América Latina" resulta discriminatoria puesto que tiene en cuenta sólo el idioma de las culturas vencedoras en el proceso de la expansión conquistadora dejando de lado el conjunto de idiomas y dialectos nativos como el nahuatl, el aymará, el quechua.

No existe una homogeneidad lingüística ni siquiera en el idioma español  (que no es el nuestro ab-originariamente), pues no todos los pueblos hablamos específicamente el español, el francés, el portugués. Tampoco existe la tal homogeneidad lingüística entre los aborígenes que poblaron estas tierras miles de años antes de la llegada de los españoles o portugueses a estas tierras.

La religión católica, religión dominante e impuesta en el fragor de la conquista y de la colonización española, le ha dado una cierta homogeneidad a las creencias culturales, no obstante subsiste el sincretismo o "la religión del silencio" que ha dado pie a la ya famosa expresión "religiosidad popular". Y como en la lengua y las creencias, la dependencia histórica recorre la médula del ser y la cultura latinoamericana.

América latina existe como una peculiaridad cultural tri-étnica, (india, negra, blanca) mestiza culturalmente y enriquecida – especialmente en el último siglo, por las muchas oleadas de migrantes llegados aquí de todos los rincones de la tierra, heredera de las potencias que la han dominado sin que eso haya significado la desaparición total de sus propias raíces culturales. Precisamente, gracias a sus raíces étnico-culturales, América Latina es diferente y singular frente a las etnias dominantes: la europea, la amerindia o la norte-americana.

Nuestra identidad cultural consiste, entonces, en una cultura de culturas. América latina es algo nuevo. Esta maravillosa colcha de regiones, de culturas, de orígenes que es América Latina, pide, por honestidad y respeto a las tantas diferencias, a lo diversos que somos, revaluar los términos en que relatamos nuestra historia, hablamos del bicentenario y nos adentramos en su "celebración". 

Quizá sea válido hablar de América Latina y de sus naciones como entidades culturales en la medida en que nos identifica, cohesiona y emociona cierto plato, cierto ritmo musical, cierto acento, ciertos símbolos… Más problemático es hablar de países, de naciones con conciencia histórica y con proyectos comunes, democráticos, libres, autónomos y soberanos. 

Esta es la hora de otros énfasis, de nuevas gestas y nuevos relatos históricos. La hora de retomar y protagonizar sueños grandes como el sueño bolivariano de la libre y soberana integración latinoamericana. 

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