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Los países del primer mundo han asignado fuertes cantidades de su presupuesto a combatir la violación de los derechos humanos y, a pesar de ello, nos encontramos con una realidad desconcertante: en los Estados Unidos —líder del movimiento de los Derechos Humanos y de la Liberación Femenina— existe un considerable número de mujeres en condiciones infrahumanas: mujeres indocumentadas, provenientes de países en desarrollo que se internan ilegalmente al país siguiendo a sus maridos atraídas por la esperanza de una vida mejor, que encuentran un infierno.

El Centro Familiar Pacífico Asiático de los Angeles, California, informó que es grave esta situación: en casos extremos las mujeres, bajo la amenaza del marido de ser deportadas, son reducidas virtualmente a la condición de esclavas domésticas. No les es permitido dar un paso a la calle, ni abrir una ventana, ni ver televisión.  Viven escondidas y atemorizadas: son prisioneras en su propia casa.

En muchas familias inmigrantes, sobre todo de Asia y América Latina, el esposo consigue primero la residencia legal.  Después solicita al gobierno la residencia de la esposa y los hijos.  Los requisitos para la internación legal de la familia han cambiado y, a pesar de que el Congreso facilita los trámites para que la mujer pueda obtener su residencia sin el consentimiento del marido, los simpatizantes de los derechos humanos consideran que los esfuerzos del gobierno no son suficientes: las mujeres indocumentadas viven a merced de los esposos durante el tiempo que se lleven los trámites de residencia.

La tensión provocada por el trabajo del marido en tierra extranjera —mejor remunerado pero por lo general de menor prestigio que en el país de origen—ocasiona que descargue en la esposa todo su descontento inicial: su irascibilidad y violencia reprimida.

Aunque muchos inmigrados son excelentes maridos y padres amorosos con sus hijos, no deja de ser alarmante el número de residentes en Norteamérica de origen extranjero que abusan de la vulnerabilidad de la esposa durante el prolongado período de tramitación de los documentos de residencia legal: ella teme al marido que la amenaza con entregarla a la policía, no conoce el idioma, no tiene familiares ni a quien recurrir para pedir auxilio.

Las esposas con hijos indocumentados están en peor desventaja: muchas de ellas sin preparación académica; no pueden matricular a los niños en una escuela ni buscar empleo.  La Casa de la Madre, un centro de ayuda para las mujeres hispánicas en San Francisco, informa sobre el caso de Adelina Perea, mexicana indocumentada: la encontraron vagando por las calles con sus hijos pequeños, brutalmente golpeada por el marido.  No tenía a dónde ir ni qué comer, pero sí suficiente valor para escaparse.  El centro le ha ayudado a comprender que la opresión femenina tiene sus raíces en un conflicto humano muy profundo que no encontrará solución con un cambio de estructuras, sino en una transformación interna.  Hoy Adelina comenta que ha encontrado parte de la respuesta: se ha matriculado en un curso de inglés intensivo y ha aprendido un oficio que le permite sostener a sus hijos.

Dentro de la cultura hispánica está muy generalizada la costumbre que el hombre ejerza el poder y control sobre la mujer.  El latino espera que la mujer lo sirva y lo atienda, y no está dispuesto a renunciar a sus "privilegios" aún cuando haya emigrado a los Estados Unidos, paradójicamente la tierra de la liberación femenina.  Muy pocas mujeres sometidas a toda clase de violaciones a los derechos humanos por sus propios maridos se atreven  buscar ayuda.

A pesar de los avances a favor de los derechos humanos, la situación de la mujer —sobre todo de la que menos tiene, ya sea en el primer mundo o en el tercero— sigue siendo deplorable.  Si se desea luchar por la justicia y la igualdad social a través de organizaciones pro-derechos humanos, es obligatorio atender el problema de la condición femenina: documentada o no.  

Es urgente fomentar la unificación interna de la mujer, elevar su estima propia, porque una mujer maltratada, en contradicción consigo misma, es un ser dividido, y un ser dividido es un ser débil.  Y no es conveniente —y puede ser hasta peligroso— que un ser débil esté a cargo de una de las funciones más delicadas sobre la tierra: cuidar y formar a los nuevos ciudadanos del mundo.

betrevino@prodigy.net.mx

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