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Centroamérica requiere intervención extranjera contra el crimen

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El celular está demostrando ser el arma predilecta de pandilleros que cumplen sentencias en las cárceles de El Salvador. A través de llamadas amenazadoras en su país y hasta a salvadoreños que viven en Estados Unidos, estos malhechores han recolectado entre 750.000 y 800.000 dólares de ganancias ilícitas producto de extorsiones que corrompen al sistema carcelario desde adentro.

Esfuerzos para bloquear toda comunicación a través de celulares desde los centros penitenciarios han sido inútiles, gracias a la complicidad de funcionarios de prisiones. Aunque 1855 teléfonos móviles fueron confiscados el año pasado, muchos más han logrado entrar, a veces escondidos dentro de balones de fútbol que son pateados con habilidad desde afuera por encima de las paredes de los centros de reclusión.

La situación se ha convertido en un verdadero lastre para el presidente salvadoreño Mauricio Funes, quien ha dado la orden de que las fuerzas militares del país empiecen a ayudar en la seguridad de las prisiones a partir del 26 de junio.

Funes está consciente de la ironía de esta decisión – su partido político, la antigua agrupación guerrillera Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, luchó contra los militares en los 12 años de guerra civil en El Salvador – y ha hecho un gran esfuerzo para clarificar el rol del Ejército.

“La situación que se vive en los centros penales es urgente”, dijo el mandatario salvadoreño recientemente. No obstante, afirmó: “No estamos militarizando los centros penitenciarios”. La participación castrense, añadió, es una medida excepcional que se limitará un año y la seguridad continuará siendo la responsabilidad de la Policía Nacional Civil.

Hay razones para que Funes esté reacio a utilizar los militares de esta manera. Existe un creciente consenso entre expertos en Naciones Unidas, Washington y a lo largo de América Latina de que el uso de fuerzas y el énfasis en medidas punitivas han sido ineficaces generalmente o, peor aún, contraproducentes para combatir el crimen.

Zaira Lis Navas, inspectora general de la Policía, coincidió con esa posición y afirmó en una entrevista que las estrategias de “mano dura” y “super mano dura” de gobiernos salvadoreños anteriores “generaron un quiebre substancial en la confianza de la población en la Policía”.

Atribuir toda la actividad criminal en el país a las pandillas estigmatizó a todo un grupo de personas y aumentó la criminalidad, afirmó Navas. En efecto, un informe sobre seguridad ciudadana, emitido el mes pasado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, encontró que las medidas represivas e intolerantes favorecieron “la aparición de casos de violencia extralegal, de los cuales son responsables los llamados grupos de 'limpieza social’, como 'escuadrones de la muerte’ o grupos parapoliciales y paramilitares”.

Hoy El Salvador es el país más peligroso en una de las regiones de mayor inseguridad del planeta. La tasa de homicidios es de 71 por cada 100.000 habitantes, muy por encima del promedio mundial de 9,6 por cada 100.000 individuos. Este año, aproximadamente 12 salvadoreños han sido asesinados cada 24 horas.

La situación no es peor que cuando Funes empezó su mandato hace un año, según comentó su jefe policial, Carlos Antonio Ascencio Girón, durante una visita reciente a Washington. Pero, reconoció que él encabeza una institución que lucha todavía con la desconfianza popular.

Girón dijo que ha habido mejoras en la investigación de extorsiones y que muchos extorsionistas han terminado en las cortes. Sin embargo, el temor y la falta de confianza llevan a que la ciudadanía no denuncie muchos casos. También lamentó que para otros crímenes, tales como asesinato y narcotráfico, sospechosos arrestados por la policía quedan en libertad rápidamente.

“El problema está en todo nuestro sistema. Tenemos que avanzar todos: Policía, fiscalía, tribunales”, le dijo Girón a reporteros.

En la búsqueda de esa solución integral, Funes y sus contrapartes de Guatemala y Honduras han solicitado apoyo internacional. Quieren que Washington ayude a financiar la expansión de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) para que incluya a los tres países.

Desde hace dos años y medio, la CICIG labora como una unidad independiente de investigación con amplios poderes judiciales, resultado de un acuerdo entre las Naciones Unidas y el gobierno guatemalteco. Encargada de combatir la corrupción y los lazos entre el crimen organizado y funcionarios guatemaltecos, ha forzado la remoción de 2.000 agentes policiales, al igual que de varios fiscales y magistrados de la Corte Suprema. Su labor ha facilitado el juicio de altos funcionarios, incluido el ex presidente Alfonso Portillo.

Quizás la mejor muestra de su efectividad ocurrió a comienzos de mes cuando el líder de la CICIG, el juez español Carlos Castresana, renunció claramente frustrado con la situación. Castresana acusó a Conrado Reyes, recientemente nombrado fiscal general, de corrupción y vínculos con el crimen organizado.

Pero tomó apenas unos días para que la Corte Constitucional guatemalteca emitiera una decisión que revocó a Reyes de su cargo. Fue una prueba contundente de que la CICIG ha inspirado un nuevo vigor al menos en una de las principales instituciones del país.

Algunos argüirán que la intervención extranjera es una amenaza a la soberanía nacional. Afortunadamente para Centroamérica, sus líderes no están estancados en esa mentalidad trasnochada, que no sirve a la urgente necesidad de combatir la violencia y el crimen transnacional que en la actualidad está fuera de control.

(Marcela Sánchez ha sido periodista en Washington desde comienzos de los noventa y ha escrito una columna semanal hace siete años.)

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