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Fotos: Edwin López Moya
Fotos: Edwin López Moya

Los últimos días de Idomeni

Hace dos semanas las autoridades griegas iniciaron la reubicación de cerca de 10.000 personas que permanecían varadas en el campo de refugiados más grande de…

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Hace dos semanas las autoridades griegas iniciaron la reubicación de cerca de 10.000 personas que permanecían varadas en el campo de refugiados más grande de Grecia. AL DÍA News fue testigo del drama humanitario que puso contra las cuerdas a la Unión Europa.

 

Diez días dura la huida de Alepo hacia Europa si se tiene suerte. Para un sirio tener suerte es equivalente a permanecer con vida. Mustafá Alí es uno de esos millones de afortunados que han escapado de la muerte, un hombre con suerte pese a que lo perdió casi todo y a que lleva tres meses varado durmiendo con su familia bajo una carpa en Idomeni, el asentamiento de refugiados que hasta hace dos semanas era el más grande de Grecia.

A principios de año, Mustafá y su esposa decidieron escapar de la guerra en Siria. Con sus dos hijos a cuestas, salieron a pie de Alepo hacia Afrín por Rojava [roshabá], como los kurdos llaman al occidente del imaginario Kurdistán, el norte de Siria. De la frontera directo a Estambul, de ahí a Esmirna y de ahí a Lesbos en patera; ese tenebroso viaje por el Mar Egeo que 856.723 personas hicieron el año pasado y más de 155.000 en lo que va de este 2016, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados —ACNUR —. El mismo trayecto que ha costado la vida de 1.182 personas entre 2015 y 2016, más de 400 eran niñas y niños, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones —OIM—.

 

Las tensiones entre sirios, afganos e iraquíes fueron una constante en el asentamiento; mientras unos proponían un cruce de frontera a la fuerza, otros abogaban por manifestaciones pacíficas. Foto: Edwin López Moya
 
 

Correr el riesgo y llegar con su familia hasta Idomeni le costó a Mustafá 3.300 dólares y muchas lágrimas. Como él hay miles de “afortunados” que no murieron aplastados por las bombas europeas, rusas o estadounidenses que estallan en la guerra civil siria. Miles de hombres, mujeres y niños que pasan aquí sus días esperando un golpe más de suerte: que los países balcánicos abran las fronteras y les permitan seguir su éxodo hacia Europa. Algo que no sucederá.

Esta diáspora tiene su origen en la Primavera Árabe de finales de 2010 y principios de 2011. En Siria, como en otros países de Oriente Medio, millones de personas salieron a las calles a exigir cambios políticos. La respuesta del presidente Bashar al-Asad fue una violenta represión que terminó hundiendo al país en un baño de sangre. De acuerdo con el enviado especial de la ONU, Staffan de Mistura, medio millón de personas perdieron la vida tras cinco años de guerra civil mientras que otras 7.6 millones fueron obligadas a desplazarse a países como Líbano, Jordania, y Turquía; y más de 4 millones viven en situación de desplazamiento interno en Siria, un país que antes de la guerra tenía poco más de 22 millones de habitantes.

En este panorama Grecia juega un papel importante en la carrera desesperada por salvar la vida. Más de 54.000 refugiados permanecen estancados en 30 asentamientos como el de Idomeni, a la espera de una solución que no llega.

 

Muchos de los niños desplazados por la guerra en Siria, Iraq y Afganistán crecen solos en asentamientos como el de Idomeni. Edwin López Moya
 

 

Idomeni, un pueblo en tierra de nadie

A Idomeni se le empieza a percibir antes de llegar. A unos 40 kilómetros, en zona rural de Polykastro, se ven personas caminando a un costado de la carretera con dirección al norte. A lado y lado de la autopista que de Salónica, en Grecia, conduce a Macedonia, comienzan a aparecer asentamientos que predicen lo que viene: 2.000 personas en la gasolinera Eko; 700 en el parqueadero del hotel Hara y 500 más al otro lado, en la estación BP. Todas son parte de un multitudinario río que desemboca en aquel mar que llegó a tener a principios del año a más de 15.000 desplazados agolpados en la frontera.

A primera vista, Idomeni es una tierra de nadie, una ciudadela de tiendas de acampar levantadas sobre lo que debía ser una plantación de algún cereal. Una vez allí, el campo de refugiados se convierte en un interminable laberinto que rodea las vías de un tren que en los años de la expansión nazi solía transportar judíos griegos hacia los campos de concentración. Hoy cientos de familias sirias, iraquíes y afganas ocupan esas vías.

La organización del campo no es caprichosa. Como sucede con las comunidades inmigrantes de los autodenominados “países del primer mundo”, el que llega va haciendo espacio para quienes vienen atrás: en principio para sus familiares y amigos, después para quienes hablan su idioma o comparten su origen geográfico y cultural. Así se formaron especies de barrios nacionales: los afganos por aquí, los iraquíes por allá, los sirios en casi todo lado y los kurdos —que pueden ser sirios o iraquíes— un poco más allá. En otras palabras, pequeños guetos lingüísticos, étnicos o religiosos que parecen ser una muestra de la profunda división social y política que viven sus países.

Recorrer este laberinto supone internarse en un mundo de complejidad sobrecogedora. La situación es igual para todos, pero los dramas son personales. Naema es una siria de 43 años que aparenta un par de décadas más. Llegó hace dos meses con parte de su familia, la que le queda, porque la guerra le arrebató a sus cuatro hijos y a su esposo. Dice que prefiere estar indefinidamente aquí que regresar a Siria con Bashar al-Asad aún en el poder.

 

Más de 15 mil personas llegaron este año a Idomeni, la mayoría no pudo seguir su camino hacia el norte de Europa. Los refugiados fueron reubicados en hangares y fábricas abandonadas cerca de Tesalónica.

 

Joan Bito es un kurdo de 35 años y hace parte de una familia de 64 miembros que logró llegar acá con la matrona del grupo, una mujer septuagenaria que no se cansa de repartir bendiciones desde su silla de ruedas. Lo primero que Joan hace es mostrar un vídeo de su casa bombardeada en las cercanías de Alepo, después dice que “para los kurdos la vida ya era muy difícil; lo que la hizo imposible fue la guerra”.

Fidan y Fátima, mujeres que no superan los 45 años, le piden a la Unión Europea que no las traten como animales, solo quieren seguridad y protección para sus hijos. El de Garma fue forzado a enlistarse en el ejército de Bashar al-Asad, perdió una pierna en la guerra y logró escapar a Alemania. “Allá está mejor, lo respetan, tiene una pierna nueva y ahora puede correr”. Ella confía en que el sentido común de los europeos le permitirá volverlo a ver.

Cuando se les pregunta por el Estado Islámico o por al-Asad, la mayoría coincide en que la maldad no representa la voluntad de Alá. Creen que ISIS es solo un grupo mafioso con muchas armas vendidas por Estados Unidos y Europa. No quieren a Bashar al-Asad o a ningún otro loco que se le parezca. La mayoría está dispuesta a regresar pero con una sola condición: que en su país haya paz y respeto.

Pero lo cierto es que no pueden regresar. ¿Cuánto tiempo tendrán que esperar estas familias para rehacer sus vidas en suelo europeo? ¿Podrán hacerlo? ¿Tiene la UE voluntad política y capacidad institucional de acogerlos? Gente como Mustafá no tiene respuestas para estas preguntas, lo único que saben es que Idomeni o cualquier otro campo de refugiados es mucho mejor que Siria. Por ahora, y sin dinero, Mustafá y su familia no tienen ningún otro lugar a donde ir. Cuando le dije “asif” —lo lamento en árabe— hizo un gesto de desaprobación, alzó sus manos hacia el cielo para dejarlas caer como queriendo decir que “está bien porque es la voluntad de Alá”.

 

Durante su existencia como campo de refugiados, Idomeni fue escenario también de múltiples manifestaciones en contra del cierre de las fronteras europeas. Edwin López Moya

 

Mientras tanto las horas siguen convirtiéndose en días y los días en semanas. Las mujeres permanecen en sus carpas cuidando a sus bebés o cocinando en improvisados fogones de piedra cuando hay con qué. Los hombres van y vienen, se reúnen, fuman y toman un café espeso y amargo que cae como dinamita en el estómago de quien no está acostumbrado. Quienes todavía tienen dinero lo invirtieron en ventas ambulantes de pan árabe, cigarrillos y enlatados; quienes no, hacen fila para recibir un plato de comida ofrecida por la ayuda humanitaria. Los niños, cuando no lloran, juegan.
 

¡My friend, my friend!

La dificultad de lograr un primer contacto se supera rápidamente gracias a los “my-friend”, como los voluntarios españoles llaman a miles de niñas y niños que corretean por todos lados y que no paran de gritarle al recién llegado “¡my friend, my friend!”; lo primero que aprenden a decir en inglés. Si algo lindo sucede aquí es precisamente toparse en el camino con un sonriente y juguetón “my-friend”, son los anfitriones naturales de Idomeni.

Desde que Macedonia cerró completamente su frontera con Grecia, hace dos meses,  todos los días entre las 9:00 y las 9:30 de la mañana llega el Team Bananas, una veintena de voluntarios cuyo trabajo consiste en repartir, carpa por carpa, cinco mil bananos diarios a los niños del asentamiento. Como es de esperar, a su llegada son recibidos por decenas de entusiastas “my-friends”.

En cada carpa, al preguntarles por cuántos niños viven ahí, las mamás suelen responder “six babies”. El Team Bananas piensa que en muchos casos los refugiados exageran la cantidad de niños para obtener más bananos, pero lo cierto es que son la tercera parte de esta población errante, más de 4.000 “my-friends” menores de 12 años; algunos cuantos nacidos en el campo sin nacionalidad definida.

 

Estas vías fueron usadas por los nazi para transportar judíos griegos hacia campos de concentración. Hasta hace dos semanas los refugiados las usaban como ruta de escape de la guerra. Edwin López Moya
 

¿Qué clase de suerte tendrán los niños cuya infancia se escapa en un campo de refugiados? Nadie lo sabe, pero es previsible. Los “my-friend” son los más felices y vulnerables. La mayoría no tiene acceso a sus derechos más básicos. Médicos sin Fronteras, ACNUR y una decena de ONGs europeas no dan abasto. Los voluntarios levantaron una gran carpa que sirve como escuela y centro cultural. Dan clases de inglés, obras de teatro y juegos, pero muchos niños pasan los días enteros vagando de un lado para otro sin acompañamiento. MSF identificó en abril a 340 infantes solos, sin padres.

El futuro para Idomeni es que ya no será lo que fue hasta la semana pasada, pero la crisis humanitaria se mantiene en las puertas de Europa. La evacuación de los refugiados a almacenes y fábricas abandonadas cerca de Salónica ha aumentado las preocupaciones de las ONG. Como lo señaló la portavoz de ACNUR, Melissa Fleming, “las condiciones de algunos de estos sitios están muy por debajo de los estándares. Las malas condiciones están agravando el de por sí ya alto nivel de angustia de las familias, alimentando las tensiones al interior de la población de refugiados y complicando los esfuerzos para proporcionar la asistencia y protección requeridas”.

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