Juan Rulfo volvió a la vida en Philly esta semana
Suele ser fácilmente ignorado, quizá porque escribió todo su trabajo en español. Pero no en la era de internet. Sus palabras estuvieron más vivas que…
Era bajito y escribía relatos cortos.
Todo su trabajo puede recogerse en un solo volumen, como en el que ahora estoy apoyando mi brazo: exactamente 337 páginas, la edición de tapa dura publicada por ‘Fondo de Cultura Económica’ en 1987.
Este maestro de la literatura latinoamericana, mejor en algunos momentos que el archiconocido Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes, era un hombre muy introvertido y tímido que rara vez concedía entrevistas.
Probablemente menospreció en secreto la comercialización de la industria del libro y los autores que brillan en ella, aceptando y, a veces, incluso disfrutando de la atención como solo las figuras públicas pueden hacerlo.
Así fue, quizás desde el principio, Juan Rulfo: alguien un poco ambivalente y muy sincero.
Ambivalente en sus inclinaciones literarias y en su incredulidad en las instituciones, los nuevos sacerdotes y las nuevas inquisiciones del mundo literario. Pero nunca lo expresó.
Escribió y permaneció callado. Completamente. Hasta el punto de cuando los lectores le dieron críticas positivas comenzaron a no creer al maestro, y el maestro dudó aún más de la popularidad de su trabajo.
Como un hombre decente, que fue a la Escuela de Contabili- dad, todo lo que hizo en la última parte de su vida fue ocupar puestos de trabajo de baja cualificación y, durante su tiempo libre, tomó fotografías con una cámara ya obsoleta que estará en algún museo de su México natal.
Fue vendedor de neumáticos, según me contó esta semana Mariana Hernández y Rojas –una estudiante de doctorado de Temple University–, nuestra invitada en el episodio de una hora de nues- tro nuevo podcast ‘Literatura para escuchar’.
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Hablamos del hombre que escribió cuentos clásicos como ‘Luvina’, ‘Macario’, ‘Diles que no me maten’,’El Llano en llamas’, después, ‘Pedro Páramo’ su única novela corta; y luego nada. Juan Rulfo, el escritor convertido en fotógrafo, era simplemente un escritor auténtico que comentó una vez que su lugar favorito para obtener nombres para sus personajes era el cementerio público.
Es poco conocido en el mundo de habla inglesa –aunque sus obras han sido traducidas–, tal vez incluso olvidado por completo. Ya no, gracias a Internet y a la tecnología Podcasting.
¿Qué departamento de literatura latinoamericana en los Estados Unidos incluye las 337 páginas que Juan Rulfo escribió como lectura obligatoria?
Los estudiantes pueden leer todo el trabajo de Juan Rulfo en menos de una semana y alejarse con una mejor comprensión de la complejidad cultural de América Latina.
No hay necesidad de leer al voluminoso Mario Vargas Llosa, que produce un libro extenso todos los años, o a Carlos Fuentes, otro escritor pantagruélico y ambicioso que no pudo dejar de escribir hasta que murió inesperadamente en la Ciudad de México hace unos años. El cuerpo muerto de Fuentes fue enviado rápidamente a París, tal vez como lo requirió su propia voluntad, donde hizo construir su propio monumento en el cementerio público, junto a famosos artistas franceses, para que los estudiantes de historia de la literatura pudieran chocar con la tumba de Carlos más a menudo de lo que lo habrían hecho en cualquier cementerio abarrotado de la Ciudad de México.
No Rulfo. Él era lo contrario. Modesto. Sincero. Al que no le importaba si le gustaba o no sus contemporáneos o a las generaciones venideras.
Se limitó a escribir, tal y como lo sentía. Editó un poco, luego se lo envió al editor y luego permaneció en silencio. Completamente. Callado.
Fue Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, más conocido como Juan Rulfo.
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