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Dolores Reyes, autora de "Cometierra". Vía Infobae.
Dolores Reyes, autora de "Cometierra". Vía Infobae.

La adivina que comía tierra para buscar a las víctimas de feminicidios

“Cometierra” es el franco, duro y especialísimo debut de la escritora y activista Dolores Reyes, que publicará este año en Estados Unidos HarperVis.

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A Melina Romero la violaron y asesinaron en manada. A Araceli Ramos la mataron después de acudir a una entrevista falsa de trabajo. Sus cuerpos están enterrados en el cementerio de la localidad argentina de Pablo Podestá (Buenos Aires). A unos 150 metros, Dolores Reyes imparte clases en una escuela de primaria. Un día, durante un taller de escritura, un compañero de Dolores escribió “la tierra del cementerio”, e inmediatamente, el olor a tierra húmeda, a tierra cargada de dolor que sepulta a las víctimas le llenó la nariz. 

Ese fue el comienzo, ahí esta activista, madre, profesora y escritora argentina empezó a dar forma a una historia dedicada a Melina, Araceli y a quienes las han sobrevivido. A todas. 

“Cometierra” (ed. Sigilo en español) es una novela dura, franca, una palada de angustia y polvo a través de una niña que quiere que a su madre la entierren en la casa, pero como no puede conseguirlo, se alimenta de la tierra donde yace su cuerpo acribillado por el marido. Y en el acto de engullir, un don y un estigma terrible se apodera de ella.

Cada vez que coma tierra, verá dónde están los cuerpos y cómo murieron las personas desparecidas.

 

“Cometierra” plantea una forma de empatía salvaje. ¿La única forma de entender el horror de los feminicidios es sentir lo que sienten las víctimas?

Necesitamos esa empatía porque estamos atravesados todo el tiempo por número y estadísticas y en un punto eso nos va anestesiando. Hay que atravesar la experiencia y ver el costo enorme que tuvo para todas esas mujeres que nos faltan; que es un poco lo que hace Cometierra, comerse la tierra, comerse la experiencia del otro. Como si la tierra y todos esos cuerpos violentados y sepultados le transmitieran su conocimiento y su memoria de la violencia machista.

Ella tiene un don -la videncia-, pero también un estigma. ¿No es un poco el destino de todas las personas que alzan la voz y dicen lo que otros no quieren ver?

Absolutamente, nadie la nombra por su nombre real y no es algo que haya reivindicado ella, además de sufrir el señalamiento en una comunidad muy pequeña.

Hay un costo enorme en alzar la voz y decir lo que toda la sociedad calla y quiere olvidar para hacer la vida más soportable. Pero en Argentina, una epidemia de feminicidios se nos viene encima y no hay tiempo de hacerse el tonto.

Ubicas la historia en la provincia de Buenos Aires, en un entorno donde todos los protagonistas son jóvenes y sus vidas son bien difíciles. ¿Cómo este conurbano, al pocas veces se nos refiere en la literatura?

Es enorme y tiene muchísima población. Vos pensá que solo Matanzas es como un país europeo y es únicamente un distrito. Las personas viven en condiciones mucho más duras que la gente de la capital y más de la mitad de los adolescentes y niños están bajo el nivel de pobreza. Se vive como se puede. 

Pero también es muy exuberante, rebosante de una naturaleza que se come las paredes, de camiones y coches, y eso quise reflejarlo también en la novela. Al igual que la vitalidad de los chicos, de la adolescencia, que optan por ir cerrándose a toda la violencia y salen lo menos posible. Se crean una sociedad de lo cotidiano y otra forma de relacionarse lejos de los adultos y las muertes.

Ahí yo me inspiré no sólo en mis propios hijos, sino en todos los años de compartir y charlar con mis alumnos, que llegan a la escuela muy chicos, con 8 o 9 años, y cuando vuelven a verme se relacionan conmigo de otro modo, con otros problemas. Como hace Cometierra con la seño Ana, que muere a los 23 años pero sigue hablando con ella a medida que crece. 

Los adultos, mujeres sobre todo, recurren a esta adivina adolescente que come tierra para que busque a sus seres desaparecidos. Hay un desamparo del Estado que sobrevuela toda la novela.

El tema del rol del Estado es central. Imagina cuál es la desesperación en la que puede estar cualquier persona a la que le falta la hermana o la madre y el Estado hace muy poco, o incluso están implicados en las muertes. 

Más del 30% de los homicidios se dan con arma del estado policía o gendarmería; muchas veces las redes de trata son mixtas, con participación policial. ¿Qué ayuda vas a encontrar yendo a denunciar la desaparición de una mujer a una comisaría?

Cada dos o tres días me llaman o me escriben preguntando por la vidente que come tierra; detrás de eso, que puede resultar gracioso, vos intuyes la desesperación de la gente que está buscando a sus seres queridos y no tienen ni una respuesta. Pasa en Argentina y en toda América, en Colombia y México, y también desaparecen las buscadoras.

Lo peor es no saber.

Sí, condenar a alguien a preguntarse qué pasó y dónde estará su hija. Parece que no sea suficiente asesinar, que hay que hacer desaparecer a alguien y robarle la identidad, robarle a sus hijos y sus cuerpos. A Cometierra le van trayendo botellas que representan a los desaparecidos a los que debe buscar, pero al final hay tantas que su casa se está transformando en un cementerio. 

Al menos las notitas y los epitafios permiten consolarnos y despedirnos, pero los feminicidios aniquilan esa posibilidad.

¿La literatura es política?

Creo que la sociedad nos da material de escritura y lo que me interesaba era crear una ficción que hablase mucho más de la realidad que cualquier otro discurso. 

Es un espacio de intervención para problematizar y señalar, y me resulta más fecundo para arreglar problemas abiertos. Especialmente en una sociedad que trata de ningunear la vida de las mujeres, la literatura nos saca de las estadísticas y el desprecio de los medios. 

¿Cómo crees que los medios tratan los feminicidios?

Se pierden un montón de vidas con un potencial enorme que acaban siendo apenas un titular.

Melina Romero, una de las chicas a las que dedico el libro, fue violentada y asesinada de una forma espantosa por un grupo de tres hombres, y los medios lo único que dijeron ante ese horror de que fuera golpeada, violada y arrojada a un arroyo fue que había abandonado la escuela y era fanática de los boliches. 

Las mujeres nacemos una diana en la frente. ¿Y entonces qué? 

Nos tenemos las unas a las otras, porque antes no teníamos herramientas teóricas para ver lo que estaba pasando ni palabras para nombrarlo. Cuando era chica a los feminicidios se los llamaba crímenes pasionales, ‘la mató porque la amaba’. Vamos superando y avanzando. 

¿Quién necesitaría atiborrarse de tierra para sentir y ver el horror que padecen las mujeres?

Enlazando con lo anterior, nosotras tomamos conciencia desde muy chicas que nos pueden atacar solo por ser mujeres. Si algo tan descarnado es parte de nuestra vida, tendría que ser parte de la de todos los hombres CIS. 

Comerse una cucharada de tierra.