Gardeazábal: mito y arte literario
En 1971 se publicó ‘Cóndores no entierran todos los días’, novela del escritor colombiano. 50 años después será publicada en inglés por editorial de Texas. El…
León María Lozano es el personaje central de ‘Cóndores no entierran todos los días’, una de las novelas que más trascendencia ha tenido en el mundo de las letras del siglo XX en español y que dio paso a múltiples análisis acerca de la violencia política desde la cotidianidad de una comunidad.
La obra literaria se publicó en 1971 con el sello de uno de los genios literarios de habla hispana: Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien ha transitado entre el periodismo, la literatura y la política para desenmascarar la doble moral de una sociedad que no le pone la cara a los temas en los que está sumergida: la corrupción de los políticos y de sectores de la Iglesia Católica, la homosexualidad, las mafias que corrompen todo a su paso y una larga lista de asuntos que, no por mantenerse ocultos, hacen parte de la dinámica diaria.
‘Cóndores no entierran todos los días’ tiene la magia de contar lo que ocurre en un pueblo, pero que representa las contradicciones de la condición humana. Y es, en últimas, una radiografía de la historia de años de barbarie por disputas que dividieron familias y las vistieron de luto por el fanatismo promovido por los jefes políticos.
En una entrevista para AL DÍA, Gardeazábal, de 75 años, cuenta detalles de la primera edición, de lo que vino después y sobre cómo la tragedia ha impedido que se traduzca al inglés, algo que está a punto de lograrse. La novela fue llevada al cine en uno de los más importantes acontecimientos de la cinematografía colombiana y latinoamericana.
Gardeazábal es una de las conciencias que tiene Colombia, un país que ha pasado por una variada gama de violencia. Su estatura literaria compite con la influencia que tiene con sus opiniones diarias sobre lo que ocurre en su país. Sigue provocando a la opinión pública con sus posiciones adversas a la formalidad de una sociedad que utiliza la doble moral para transitar entre la legalidad y la ilegalidad.
Entre otras cosas, el valor del escritor colombiano, nacido en Tuluá, en el corazón del departamento del Valle del Cauca -cuya capital es Cali-, radica en la vigencia de su obra más reconocida, ‘Cóndores no entierran todos los días’, escrita con la vida de un pueblo como telón de fondo, y en donde ocurren las más atroces venganzas por la rivalidad política a finales de la década de los años 40 del siglo XX.
La novela se publicó cuando Gardeazábal tenía 25 años y ya había incursionado en la literatura con varios escritos, en los que ya mostraba una manera de abordar las tragedias humanas y esa conexión entre lo que en realidad ocurre y lo que la sociedad quiere tapar.
La historia de ‘Cóndores’ se concentra en lo ocurrido, en la vida real, con la lucha bipartidista en Tuluá, pero en lo que hizo León María Lozano, un dirigente conservador, señalado como ‘Pájaro’, es decir, miembro de un escuadrón armado que asesinaba a sus rivales liberales. Fue protagonista el 9 de abril de 1948 cuando en Bogotá fue asesinado el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, magnicidio que representó el aumento de la violencia política.
AL DÍA encontró a Gardeazábal en su finca, en el corazón del Valle del Cauca, para hablar de los orígenes de ‘Cóndores’, de su importancia y de detalles hasta ahora poco conocidos de su trajinar en la literatura.
Es fruto de haber vivido en Tuluá en plena violencia, pero también porque estudié literatura. Me gradué en letras con una tesis de grado haciendo una comparación entre la novela de violencia publicada en Colombia hasta el año 68 y las novelas de la Revolución Mexicana, porque tuve de director de tesis al profesor Walter Langford, decano vitalicio de la Universidad de Notre Dame, en Indiana. Era experto en novela de la Revolución Mexicana y regaló los libros a la Universidad del Valle. Me leí esas 252 novelas y las 56 que habían salido en Colombia hasta ese momento. Y me fui a vivir Pasto (suroccidente colombiano), porque si no hubiera vivido allá no la habría escrito. La distancia era suficiente. Si ahora es lejos, en esa época era mayor.
La reacción indudablemente fue de polos opuestos. Una, la de los que todavía vivían y que aparecían en la novela, porque se sentían partícipes. Y así como soy responsable del mito de León María Lozano, el mito me abofeteó de niño. En el colegio empezaron a contarme de cómo León María, con un taco de dinamita en una mano y un pucho en la otra, había parado la turbamulta del 9 de abril de 1948. Entonces eso era un mito público y muchos contaban lo que habían presenciado.
Terminó convertida en un icono de la novela colombiana y como tal las referencias van desde Polonia hasta Japón, y no ha sido traducida al japonés, ni al polaco. Y me siguen escribiendo profesores de universidades de Inglaterra, Bélgica, Estados Unidos, México y Chile. En la celebración de los 50 años en Colombia me di cuenta de que hace parte del patrimonio nacional y la gente la quiere. Hay la sensación que teníamos hace cincuenta años por ‘María’ (Jorge Isaacs) y por ‘La Vorágine’ (José Eustasio Rivera).
Sigue siendo totalmente válida. El país ha cambiado, pero la esencia con la que Colombia actúa y juzga sigue siendo igual.
Mientras más días pasan y pese a los problemas editoriales, los profesores ponen a los estudiantes de bachillerato a leerla. Por eso han abundado las ediciones piratas y ahora ni siquiera las imprimen. Les mandan a los muchachos el enlace en el cual pueden leerla completa pirateada. Alguien me preguntaba cuántos ediciones pueden haber salido. Alcancé a comprar 107 de las piratas que veía por ahí, hasta que me mamé. Pero siguen saliendo.
Hubo muchas y pasó por muchas aventuras. Hace diez años perdí al editor, a Panamericana, porque intentó renovarme contrato cambiando el título de la novela. Lo puso como condición. Le respondí: “No renuevo. Si usted no tiene sentido comercial, no tengo que hacer nada en esta editorial. Cómo es posible que una marca vendida durante cuarenta años la va a tirar por la ventana. Y segundo, me parece muy bruto que una novela que es puesta en todos los colegios le vaya a cambiar el título por alguna satisfacción caprichosa”. Me dio tanta rabia que busqué al rector de Universidad Autónoma Latinoamericana (UNAULA) y al jefe editorial y les dije: “Les regalo por escritura pública todos los derechos con tal de no saber más de estos hijueputas editores”.
Lo más curioso es que sólo pudo ser traducido en este momento por primera vez al inglés. No lo intentaron antes porque me dijeron que era muy difícil. Y lo otro porque quienes lo intentaron tenían un sino trágico. Enrico Cicogna me tradujo primero ‘Dabeiba’ para La Feltrinelli. Cuando vio el éxito me dijo: “vamos a traducir ‘Cóndores’”. Empezó, pero se fue 15 días a Somalia. Le dio el virus del ébola, que entonces no se llamaba ébola, y lo mató. Hasta ahí llegó la traducción al italiano. Después una señora Campa, que había oído a Cicogna,, de la Universidad de Pisa, me dijo que le autorizara la traducción, comenzó a hacerlo y nunca más volví a saber de ella. En Austria quisieron hacer una traducción hace unos años al alemán, que ya me habían traducido ‘El Divino’. Escogieron a un señor que alcanzó a venir a verme. Pasado un tiempo no volvió a mandar nada. Un día una amiga común que vive en Austria me escribió: “murió y voy a tratar de recoger los textos de la traducción”. No se pudo porque el señor era bastante desordenado y traducía un pedazo por aquí y otro pedazo, por allá. Por último, Jonathan Tittler, mi biógrafo, de la Universidad Cornell, resolvió hace dos años que iba a hacer la traducción para que estuviera junto con la celebración de los cincuenta años. Comenzó, pero le dio Covid. La terminó hace seis meses y se firmó un contrato con una compañía. Pero hubo una quiebra de editoriales en Estados Unidos, entre esas la que iba a publicar ‘Cóndores’. Ya había perdido la esperanza y hace un mes me escribió diciéndome que el contrato fue puesto como parte pago a una editorial pequeña en Texas: Atmosphere Press. Se firmó ahora en noviembre. En inglés se titulará ‘Condor Dies’. Es posible que sea realidad.
Me ha costado tranquilidad. Cuando combiné el ejercicio literario con el periodismo, con ‘La Luciérnaga’ (exitoso programa radial), el problema fue peor. Terminé construyendo una casita aquí al lado de ésta para que estuviera la escolta policial. Pero lo otro es el vacío que un provinciano siente cuando sabe que lo que está haciendo primero lo valoran como provinciano antes que como obra de arte. No fui admitido por la crítica literaria bogotana. Y fue peor cuando llegué a publicar, antes de ‘Cóndores’, tres cuentos en la revista Mundo Nuevo, de París, sin salir del Valle del Cauca. En vez de exaltarme, me condenaron al averno. Por eso, le dediqué ‘Cóndores no entierran todos los días’ al último director que tuvo la revista Mundo Nuevo, el argentino Horacio Daniel Rodríguez. Le dediqué la novela a él porque fue el que me abrió las puertas de este mundo.
Nuevamente la tormenta perfecta. Empecé la carrera literaria participando en concursos de cuento en España porque estaba suscrito y recibía ‘La estafeta literaria de Madrid’. Me gané varios. En uno de esos concursos, en La Felguera, fui finalista junto con Pilar Narvión, que era corresponsal en París del Diario Pueblo de Madrid. Ella tenía excelentes conexiones con el mundo intelectual. Cuando ella ganó el premio y yo fui segundo, humildemente le escribí y comenzó una relación por correspondencia desde cuando ya me iba a graduar en letras en la Universidad del Valle. Cuando el premio de Manacor, me la jugué y puse que informaran del resultado del premio a Pilar Narvión. El premio a ‘Cóndores’ lo otorgaron en agosto. Ella inmediatamente me escribe y me dice: “dame autorización, yo me encargo de todo, porque esto hay que aprovecharlo; un premio que otorga Miguel Ángel Asturias no es muy fácil”. Y en menos de un mes ella tenía la novela en sus manos y ya se la había entregado a Josep Vergés, el dueño de Editorial Destino y de la revista Destino. El catalán le dijo: “La publico inmediatamente, es una novela fabulosa, de gran categoría”. Ya había salido ‘Cien años de soledad’ en 1967, es decir, que nosotros valíamos huevo. ‘Cien años de soledad’ fue una pared gigantesca para toda la generación. En febrero de 1972 ‘Cóndores’ ya estaba a la venta. Es decir, Pilar Narvión fue la gran gestora.
En la parroquialidad está gran parte de la universalidad del texto. Poder llevar la parroquia al arte ha sido el éxito de los que han triunfado, es cuando las novelas se reducen a un mundo pequeño. ¿Por qué se volvió importante ‘Ulises’ así nadie lo entienda? Porque cogió un barrio de Dublín, el Dublín católico, apostólico y romano, como otros. El resto es fruto de mis lecturas. Estudié a profundidad la tragedia griega, como de la misma manera mis personajes son psicológicamente tratados en la parroquia con unos elementos mínimos distintivos: el asma de León María, las piernas en un plato con agua caliente, la valentía de Pedro Alvarado. Me eduqué estudiando a profundidad a Thomas Mann y leyendo con gusto y profundidad a los escritores rusos, sobre todo a Dostoievski. Ellos son los maestros de los personajes psicológicos. Soy fruto de todas las lecturas.
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