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El verano despierta la nostalgia de vacaciones pasadas. Fuente: pixabay.com
El verano despierta la nostalgia de vacaciones pasadas. Fuente: pixabay.com

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El día de 21 de junio marca oficialmente el inicio del verano.  Esta noche, en los países escandinavos, mucha gente encenderá hogueras y bailará alrededor de un árbol decorado con flores y guirnaldas para celebrar la llegada del solsticio de verano, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo.

En mi ciudad, Barcelona, y en algunos pueblos del Mediterráneo, la llegada del verano se celebra un par de días más tarde, el 23 de junio, coincidiendo con la verbena de San Juan. Para los niños, San Juan es una noche mágica, en la que está permitido tirar petardos y acostarse tarde. El cielo se ilumina con fuegos artificiales, se encienden grandes fogatas y los mayores están demasiado ocupados brindando con cava por la llegada del calor. Pero, lo más importante,  San Juan marca el inicio de las vacaciones. Adiós a las aulas. Dos meses y medio enteros sin tener que tocar un libro por obligación.

Yo siempre fui una niña de sobresalientes, pero reconozco que en la escuela me aburría bastante. Así que cuando llegaba el último día de clase y oía sonar el timbre de la tarde, me invadía una inmensa alegría. En mi familia, vacaciones significaba viajar y aprender inglés.

A los nueve años, mis padres me enviaron a unos campamentos en Suiza todo el mes de julio. Recuerdo que era 1992, el año de las Olimpiadas de Barcelona, el acontecimiento que abrió nuestra ciudad al mundo. Una mañana de finales de junio mi padre me acompañó al aeropuerto – decorado con banderolas del Cobi, la mascota olímpica, un perro amorfo que todos los barceloneses recordamos - y me dejó en manos de una azafata de Swissair. La chica me agarró de la mano y me acompañó hasta el interior avión, mientras yo me aferraba a la  funda de plástico colgada al cuello donde llevaba mi pasaporte y mi billete de avión. No encuentro fotos de ese día, pero juraría que, ilusionada por irme sola a Suiza, me había puesto mis pantalones favoritos, una especie de mallas de algodón de color verde chillón, con corazones lilas. Siempre he tenido debilidad por la moda de los 80.

"Cuando llegaba el último día de clase y oía sonar el timbre de la tarde, me invadía una inmensa alegría. En mi familia, vacaciones significaba viajar y aprender inglés."

Al aterrizar en Ginebra, una pareja de monitores americanos me esperaba en la zona de recogida de equipajes. Sujetaban un cartel con mi nombre y el logo de los campamentos: IJC, International Junior Camp. A su alrededor había otros niños de mi edad que habían volado el mismo día que yo. Italianos, franceses, árabes, egipcios, griegos… Se fueron presentando todos, pero yo solo tenía ojos para los dos monitores:  Rob y Tracy, de San Diego, California. Rob era alto, rubio, con la tez bronceada de hacer surf. Tracy era más bien bajita, morena, con el pelo largo hasta media espalda y una sonrisa contagiosa. Solía llevar pantalones cortos y tops que dejaban entrever el sujetador y el ombligo. Yo apenas podía entender lo que me decían, pero me enamoré de los dos al acto. Estaba decidido. De mayor quería parecerme a Tracy y tener un novio como Rob.   

Tracy y Rob fueron mi primer contacto real con EEUU fuera de las películas de Disney y la serie de televisión "Beverly Hills 90210", a la que estaba totalmente enganchada. Los dos desprendían vitalidad y optimismo:  de ellos oí por primera vez ese “nice try” consolador que te sueltan los norteamericanos cuando ven que alguien pone mucho empeño en algo que no se le da demasiado bien (en mi caso, nadar  ‘crowl’ en la piscina sin tragar agua o tirarme de cabeza desde el trampolín).

Con ellos escuché por primera vez la música de Billy Joel y los Eagles. Rob no paraba de cantar Hotel California. Nos la ponía en clase de inglés, en la discoteca, en la mini-van que utilizábamos para ir de excursión por las montañas suizas. Consiguió que un puñado de niños de todo el mundo se aprendiera la letra de Hotel California de memoria. Todavía hoy me la sé de memoria. En cambio, aun soy incapaz de ver el capítulo entero de una serie sin subtítulos.  Mi nivel de inglés debió quedarse estancado ese verano de 1992 en que Sarah Brightman y José Carreras clausuraron los Juegos Olímpicos de Barcelona con su: “Amigos para siempre , means you´ll always be my friend ; Amics per sempre Means a love that will never end; Friends for life not just a summer or a spring , Amigos para siempre”.

Lo que más me marcó de ese primer verano en Suiza, por eso, era ver a Rob y Tracy bailar pegados la canción de Piano Man de Billy Joel en la improvisada discoteca que montábamos en el comedor de los campamentos. Cuando empezaban a sonar los primeros acordes, todos los niños rodeábamos en círculo a la pareja de monitores, esperando a que se dieran un beso.  “Sing us a song, you're the piano man, sing us a song tonight, well, we're all in the mood for a melody, And you've got us feelin' alright” … Cuando llegaba el momento del “La la la, di da da, La la, di da da da dum”, nos poníamos a cantar todos a la vez, con nuestras manitas infantiles agarradas las unas a las otras, mientras Tracy y Rob se aguantaban la risa. Me pregunto que habrán hecho Fahad, Ahmed y Tamer, mis amigos árabes y egipcios. Perdí el contacto hace tiempo. 

"Cuando empezaban a sonar los primeros acordes, todos los niños rodeábamos en círculo a la pareja de monitores, esperando a que se dieran un beso"

Sin perder la esperanza en mi capacidad por aprender inglés, mis padres me enviaron a Suiza tres veranos más, hasta que me consideraron suficientemente mayor para enviarme a Estados Unidos. Así que a los 13 años fui a parar a Brookwood Camps, el típico campamento con cabañas de madera a los pies de un lago que había visto en tantas películas.

Brookwood Camp estaba en una zona de bosques frondosos en la frontera entre Pensilvania y Nueva York y había un montón de mosquitos. Recuerdo que ese verano tuve ocasión de probar otros deportes que se me daban aún peor que nadar, como el softball y el ski acuático – con el aliciente de en el lago había serpientes de agua, se lo prometo –  y me harté de oír “nice try” después de cada strike. Llegué a la conclusión que debía ser parte del humor norteamericano.

No todo fue sufrimiento. En Brookwood Camps también tuve ocasión de probar por primera vez los sándwiches de penaut butter and jelly, y las chocolatinas Reese’s, por las que desarrollé una profunda pasión. Un mes después, apenas podía abrocharme los pantalones.

También me llevaron a pasear por Manhattan bajo un sol de justicia y por primera vez visité un shopping mall de los suburbios americanos. Los monitores aparcaron el autocar delante y nos dijeron que disponíamos de toda la tarde para ir de compras y comer helados dentro de ese iglú gigante. “OMG” es lo único que hoy se me ocurre decir cuando pienso en esa extraña obsesión de los norteamericanos por poner el aire acondicionado a toda castaña, lo que les convierte en una epecie de superhombres,

  A pesar del frío que hacía allí dentro, fui feliz:  imitando a mis compañeras americanas, me compré mis primeras Converse y un set de “Jacks”, un juego que no había visto en mi vida. Al regresar a Barcelona, los Jacks causaron furor entre mis amigas. Los botes de mantequilla de cacahuete y las chocolatinas Reese’s que conseguí meter en la maleta, no tanto. 

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