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Aguatif emigró de Marruecos a Catalunya con su marido en 2004 “para trabajar duro y soñar con una vida mejor.” Hoy regenta con su hermano una carnicería halal en el centro de Premià de Mar, un pueblo costero a media hora de Barcelona con una elevada presencia de inmigración marroquí. Foto: Andrea Rodés
Aguatif emigró de Marruecos a Catalunya con su marido en 2004 “para trabajar duro y soñar con una vida mejor.” Hoy regenta con su hermano una carnicería halal en el centro de Premià de Mar, un pueblo costero a media hora de Barcelona con una elevada…

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En el año 2008, la escritora española de origen marroquí Najat el Hachmi ganó el premio Ramón Llull, uno de los galardones más importantes de literatura en catalán, el idioma que se habla en Barcelona y el resto de Catalunya. En su novela, titulada El último patriarca, el Hachmi narra la historia de un joven inmigrante marroquí que tras llegar a su país se convierte en constructor en una ciudad del interior de Catalunya y entra en conflicto con su hija adolescente, que se rebela por su libertad entre las tradiciones de su familia musulmana y la sociedad catalana. 

Hoy, pocos días después de los atentados islamistas que dejaron 16 muertos y más de cien heridos en el corazón de Barcelona y Cambrils, el reto de cómo integrar a la inmigración musulmana vuelve a llenar las páginas de los periódicos catalanes.

¿Somos ciudadanos de primera o seremos siempre “moros de mierda”? ¿Somos devotos musulmanes o chicos “normales”, que salimos a beber y a bailar a la discoteca con el resto de compañeros de la escuela? Este dilema es el que afrontan decenas de adolescentes magrebís en España. Una crisis de identidad - descubrir quienes son- que muhco expertos señalan como un facilitador para que los yihadistas puedan llevar a cabo sus operaciones de lavado de cerebro y convertir a estos adolescentes en terroristas. Y este fue el caso de los autores de los atentados de Barcelona y Cambrils:  cinco jóvenes marroquís de Ripoll, un pequeño municipio a los pies del Pirineo, aparentemente “normales” y bien integrados. Quién se encargó de reclutarlos y formar la célula terrorista fue el imam de Ripoll, que se reunía con ellos en secreto fuera de la mezquita sin que sus familias sospecharan nada. El resultado: un pueblo, un país entero, en estado de shock.

En Catalunya hay numerosos pueblos como Ripoll que en las últimas dos décadas han recibido un gran influjo de inmigrantes marroquís. La mayoría llegaron para trabajar en agricultura o como mano de obra barata en la industria. Es el caso de Arbúcies, un municipio rural de 7,000 habitantes enclaustrado en un valle de hayedos y alcornoques de la comarca La Selva, a una hora de coche de Barcelona. Conocido por su pujantes empresas forestales y de carrocería, Arbúcies fue también uno de los primeros pueblos de Catalunya en recibir inmigración en la década de los 80, principalmente marroquí. Entre ellos está Ahmed, un marroquí jubilado de cabello blanco y facciones afiladas que pasa las tardes de verano tomando el fresco en el viejo mirador de piedra,  junto a sus amigos marroquís.

“Este es un pueblo muy tranquilo, del trabajo a casa y de casa al trabajo,” dice Ahmed, que llegó a Arbúcies de Casablanca en los 80 para trabajar en la multinacional de carrocería de autocares Ayats.  “Primero me vine yo, y después mi esposa,” añade, en español fluido.  Sus hijos ya nacieron aquí. El menor, de 23 años, acaba de graduarse de piloto de avión y está orgulloso de él. “Le decía siempre, tu estudia mucho."

 A parte de español, Ahmed también se defiende en catalán, como el resto de sus amigos, Abdul, pintor, y Sayid, soldador. Lo han aprendido gracias a las clases de idiomas gratuitas que ofrece el ayuntamiento, como en la mayoría de pueblos catalanes. El que mejor se defiende con el catalán es Ghailane, un marroquí espigado, con gafas de sol y barba de cuidada, de 28 años. Ghailane llegó a Arbúcies hace nueve años para trabajar en la empresa de carrocería de su hermano. Ahora está por su cuenta, trabajando en servicios forestales, “veces recogiendo leña, a veces podando…  un poco de todo,” dice, sonriendo. Él y su hermano trabajan duro para enviar dinero a sus padres cada mes. “Unos 100 euros, lo que podemos. Tienen más de 80 años y no pueden trabajar ni moverse de Chefchaouen.”

A Ghailane le gusta vivir en Arbúcies, me explica, paseando por el sendero que bordea un riachuelo, a la sombra de los alcornoques. “Es una vida tranquila. Trabajar, salir a tomar algo, ir a bailar a la disco..”. Por el camino se cruza con varios amigos catalanes y se saludan afectuosamente. La convivencia es buena, me asegura, pero teme que los atentados hayan agriado la situación. 

“Antes la gente no nos miraba mal. Y el sábado, dos días después del atentado de la Rambla, estaba tomando algo en una terraza y un vecino pasó con la moto por delante nuestro y nos enseñó el dedo. Dónde vas, pensé, no puede ser…, ” recuerda Ghailane, con voz triste.  

Sin embargo, no es la primera vez que Arbúcies topa con el problema del yihadismo. Hace dos años, dos hermanos marroquís de 22 y 43 años residentes en Arbúcies fueron detenidos tras ser acusados de colaborar en la financiación de la facción del ISIS en Marruecos, la Daesh. Finalmente fueron puestos en libertad condicional por faltaa de pruebas.

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A pesar de los rumores de los vecinos, la comunidad marroquí se esfuerza por salir adelante, tanto en Arbúcies como en Premià de Mar, un pueblo costero que en los 80 recibió miles de inmigrantes para trabajar en los invernados de fruta y verdura. Hoy la población inmigrante de Premià de Mar es del 11%, en comparación al 20% de Arbúcies, y se ha convertido en un referente de integración cultural. En los últimos años ha aumentado la presencia de subsaharianos, pakistanís y latinoamericanos, mientras que la marroquí se estancó después de la crisis. Los que se ven ahora en las calles son jóvenes de segunda generación. Entre ellos están los hijos de Aguatif, una mujer de rostro risueño que llegó a Catalunya con su marido en 2004 “para trabajar duro y soñar con una vida mejor.”, explica.  Aguatif regenta con su hermano una carnicería halal en el centro de Premià, donde las señoras marroquís, todas con el cabello cubierto con el hiyab, se sientan a conversar con ella. Hablan en árabe, en tono suave, y de vez en cuando sueltan unas risas.

“Aquí nos conocemos todos”, dice Aguatif, limpiando los cuchillos con un trapo. Su carnicería se ha hecho popular en el barrio, especialmente entre los inmigrantes latinoamericanos, ya que es de las pocas que sabe hacer el corte argentino. También tiene muchos clientes catalanes y africanos. La convivencia en el barrio es buena, asegura, pero a los pocos días de los atentados de la Rambla tuvo un disgusto cuando una antigua clienta del pueblo pasó por delante de la tienda y le espetó a su hijo de doce años: “¿Por qué no te vuelves a tu país?”.  

Le dije que nadie hablaba así a mi hijo. Mi hijo es español, nacido aquí. Este es su país”, me explica, agitada. Su hijo se pasó el resto de la tarde llorando.

Islam es tranquilidad, es amor. No tenemos nada que ver con los terroristas. Son ratas, son gente sin nombre”, añade Aguatif, después de atender a un niño latinoamericano que ha entrado en la tienda con el monopatín para comprar un ramillete de cilantro. “Vinimos todos para trabajar duro y tener una vida mejor, como vamos a querer esto. Si además también matan a los nuestros. Mi marido estaba cerca de las Ramblas cuando ocurrió el atentado y me llamó asustado para decirme: ha ocurrido algo malo, Aguatif…”.

Hace ocho años, Premià vivió un episodio de fractura social cuando los vecinos salieron a la calle para oponerse a la construcción de una gran mezquita. Finalmente, el proyecto fue anulado, a cambio de la construcción de un centro comunitario más pequeño, donde también se imparten clases de idioma. “Desde entonces, yo creo que la comunidad marroquí está bastante bien arraigada, el problema es evitar que los adolescentes se queden sin perspectivas de futuro” comenta Xavier Boronat, dueño de una librería en el centro de Premià. “Son catalanoparlantes, estudian y leen las mismas novelas juveniles de moda que sus amigos catalanes”, asegura el librero. 

Aguatif y sus amigas, sin embargo, me explican que para los inmigrantes recién llegados, la situación es más complicada que hace unos años. “Les exigen más papeleo, controlan más la documentación. Antes, por ejemplo, aunque fueras ilegal podías ir al banco y abrir una cuenta sin problemas,” recuerda Aguatif.

Mercè Pujadas, profesora de catalán en una escuela de inmigrantes de la zona, explica que en el caso de los marroquís “es cierto que muchos llegan aquí pensando que tienen derecho a todas las ayudas y prestaciones sociales. “En mi clase la mayoría son mujeres.  Las más modernas se discuten con las más conservadoras, riñéndolas por llevar el velo o diciéndoles que “no pueden pedir siempre, te lo tienes que ganar,” explica Pujadas.

A la salida de los colegios, es frecuente escuchar a madres catalanas protestando de que ellas no reciben ninguna ayuda económica, mientras que las inmigrantes acaparan becas para libros de texto o para pagar el comedor, “y encima no trabajan y tienen muchos hijos” comenta una madre, que prefiere conservar el anonimato. Estas creencias – creer que los inmigrantes reciben más que los locales- son un motivo para que se dispare la fractura social.

 “No vamos bien cuando una persona que hace 15 o 20 que está en Catalunya se levanta por la mañana y piensa que los servicios sociales le continuaran solucionando todos los problemas sociales. Es ir por el mal camino, porque no facilita la integración, ni la adaptación, ni nada de nada,” escribe Mohamed Chaib, ex diputado de origen marroquí, en su libro “Ética para una convivencia.”

Las diferencias culturales tampoco ayudan. “En mi clase veo que los marroquís se relacionan mucho entre ellos, en familia, sobre todo las mujeres de más edad. Además, tienen una vida muy condicionada por la religión y la cultura machista. Algunas no hacen nada solas o sin permiso de sus maridos, ni si quiera ir a la biblioteca,” comenta Pujadas. La profesora también admite que entre sus alumnas marroquís hay algunas verdaderamente motivadas por aprender castellano – lo necesitan para encontrar empleo - , pero otras solo atienden a clase porque es un requisito administrativo para obtener alguna prestación social. “Si estás en paro, estás obligado a tomar algún tipo de formación”, explica.

No obstante, aprender español y catalán es una tarea dura para estas mujeres marroquíes, ya que “muchas son iletradas, no saben leer ni escribir”, comenta Pujadas. “De todas formas, atender a clase, o ir a la biblioteca, siempre es una ventaja. Aquí tienen un espacio para volver a ser ellas, para ser mujeres, sin maridos, familia ni jefes.”