Cuando Surfear se convierte en el Mejor Calmante.
Barbarian Days. A Surfing Life, del periodista norteamericano William Finnegan, fue premiado con el Premio Pulitzer de Autobiografía 2016.
No es tan fácil explicar el origen de nuestras aficiones. Y sino que se lo pregunten a esos padres obsesionados en apuntar a sus hijos a todas las actividades extraescolares posibles y que luego se frustran al ver que sus hijos no quieren tocar al piano o jugar al tenis como ellos. O a los que, haciendo simplemente nada, se encuentran con que sus hijos han despertado una pasión inesperada por una actividad que ellos nunca habían probado.
Ese fue el caso de William Finnegan, prestigioso reportero del New Yorker, que descubrió su pasión por el surf sin que sus padres, una familia de origen irlandés afincada en el interior de California, fueran gente de mar. “Nosotros vivíamos lejos de la costa cuando era pequeño. No era un chico de playa. ¿Cómo, entonces, el surf se convirtió en el revoltoso centro de mis primeros años de vida?,” escribe Finnegan en su libro Barbarian Days: A surfing life, ganador del Premio Pulitzer de Autobiografía 2016.
Fue gracias a los Beckets, “gente de mar”, que Finnegan descubrió el placer de levantarse sobre las olas. “Los Beckets eran amigos de la familia. Vivian en Newport Beach, un antigua ciudad portuaria y pesquera unos cincuenta kilómetros al sur de Los Angeles”, donde el pequeño William pasaba largas temporadas en verano junto a su amigo Bill Beckets. Eran mediados de los años 50.
“Bill era un auténtico niño de playa, con el pelo rapado emblanquecido por el sol, pies con suelas como de madera, y una espalda que en verano se volvía negra como el betún”, recuerda Finnegan en sus memorias, que se han convertido en una especie de viaje a la California de los años 60 y en un retrato de la clase social americana moderna y progresista en contraposición con la clases blancas conservadoras salidas de la gran depresión.
Antes que la literatura o los libros, para William Finnegan estaba el surf. “Las olas eran mejor que cualquier cosa que pudieras encontrar en un libro, una película, o incluso que una atracción de Disneyland, porque con ellas la carga de peligro era descontrolada. Era real”, escribe.
El mayor de cuatro hermanos, William se crio en Woodland Hills, un suburbio del interior de Los Angeles, que describe cómo “conservador, blanco, católico y liderado por xenófobos”. Sus padres y sus amigos “liberales y cosmopolitas”, eran una minoría. Una minoría que adoptó lema para educar a sus hijos el ‘laissez faire”.
William se tomó esta libertad al pie de la letra. Sus padres no le impedían que desapareciera horas en la playa para hacer surf, una pasión que pudo desarrollar al máximo cuando la familia se trasladó a Hawái en motivo del trabajo de su padre, productor de televisión. El autor relata su experiencia en un colegio hawaiano, el contraste entre blancos y autóctonos, la importancia del surf en la isla, donde se vive como una religión.
Al regresar a California, William empezó los estudios de literatura en Santa Cruz, ciudad perfecta para poder continuar surfeando, pero abandonó en el último año para mudarse con su novia de entonces a Hawaii. Su único interés era surfear. Sus padres no le mantenían, así que para poder sobrevivir, trabajaba en una pequeña librería local, “donde todos los clientes era turistas, hippies, surferos y hippie-surferos. Sin pensarlo mucho, empecé a despreciar a estos cuatro grupos”, escribe”. “Intentaba que se interesaran por leer literatura, más allá de sus souvenirs, sus chackras, sus letrinas (...) De repente me sentí viejo, como una especie de anti-hippie prematuro.”
Sus pocas ganas de asentarse le llevaron a iniciar un viaje alrededor del mundo junto a su amigo surfero Dominique. Visitaron numerosos países y lugares, y puntualmente escribía historias para alguna revista. Pero seguían surfeando cuando podían. “Porqué cuando surfeas, tal y como yo lo entendía entonces, vives y respiras olas. Siempre sabes lo que te está haciendo el surf: dejas la escuela, dejas trabajos, dejas novias”.
El destino final del viaje fue Sudáfrica, donde el autor trabajó de profesor en una escuela para niños negros de pocos recursos y Finnegan se quedó muy sorprendido al descubrir la dura realidad del Apartheid. El trabajo en la escuela le hizo tomar consciencia social y dar un nuevo rumbo en su vida. Un giro que poco a poco le fue llevando de vuelta a Estados Unidos, y al periodismo.
Mezcla de diario personal, crónica de viajes y retrato social, las memorias de Finnegan son un itinerario por la clase media americana que empieza a abrirse a la globalización, y también un retrato de la lenta formación de un escritor. Escribir, para Finnegan, es una afición que le causa un efecto similar al surf, como describe al recordar el año que dejó la universidad para mudarse con su novia a Hawái, donde ella quería encontrar a su padre. “Ella, por una buena razón, se sentía abandonada por su padre. Yo, por razones bastante menos claras, me sentía abandonado en general… Leía y escribía febrilmente. Mis diarios estaban llenos de angustia, autoflagelación, ambición (…) una de las formas más fiables para calmarme era surfear”.
Barbarian Days ha sido traducido al español cómo Años Salvajes (Libros del Asteroide, 2016). Disponible en versión Kindle en Estados Unidos.
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