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Afirman los especialistas en comportamiento humano que aún en las universidades más prestigiadas se padece una tremenda crisis de valores que se manifiesta a la sociedad con síntomas de corrupción extrema, e increíbles conductas sádicas. Aseguran que la sociedad está en crisis por falta de maestros.

El magisterio, como medio de subsistencia, suele devaluarse en las sociedades contemporáneas, y aunque la profesión de maestro no sea suficientemente reconocida, y con frecuencia mal remunerada tanto en los países del primer mundo como del tercero, sin embargo, todavía hay verdaderos maestros; maestros que trabajan con la esencia más preciosa del universo: mentes y corazones. Si bien los avances tecnológicos han logrado conocer por medio de huellas dactilares el dibujo de una piel, se requiere de profunda intuición para penetrar el cerebro humano y abrirlo a la imaginación y a la voluntad de discernir.

El salón de clase exige mucha calidad humana para crear un ambiente que mezcle la severidad y la dulzura, y que envuelva la realidad con la esperanza. Mas, ¡ay! qué duro es ser maestro. ¿Quién sabe de la energía, el esfuerzo, la pasión que invierte al preparar su cátedra? ¿Quién sabe cuánto se desgasta y se consume tratando de iluminar los cerebros dormidos, perezosos? Está ahí, trabajando con la esencia más preciosa del universo: la mente y el corazón. ¿Cómo promover la disciplina en aras de la eficiencia?  ¿La supremacía de la racionalidad sobe el instinto? ¿El control por encima del pánico?

La lluvia de ideas penetra la mente de quienes lo escuchan y, poco a poco, impregna el cerebro. Sin saber cómo, se dispara la chispa vistiéndolo de luz. La palabra cobra vida, desciende lentamente al corazón: lo acaricia, lo envuelve, lo posee. Del campo cognoscitivo, pasa al campo afectivo y, despertando la voluntad, ahora es acción.

El proceso es lento, penoso. Requiere un maestro enamorado de la educación holística: la que está orientada hacia la unidad mente-cuerpo-espíritu. Uno que sepa conjugar la ciencia y el humanismo. El que viste de poesía los conocimientos. El que entiende de unidad cósmica.

Las ideas son frágiles y suelen permanecer en estado latente mucho tiempo antes de dar fruto. Las ideas, cual pequeñísimas semillas de mostaza, revolotean, juegan, se esconden, se pierden. Unas caen en cabeza dura y mueren. Otras caen en corazones agrios, resentidos, y se asfixian. Pero unas cuantas ideas caen en cerebro húmedo, cálido y fértil y ahí se incuban. Tal vez tarden mucho tiempo en dar frutos, pero están ahí.

Un día, sin saber por qué, ni cómo ni cuándo, las semillas cobran vida, se llenan de fuego e incendian la voluntad haciendo que el corazón palpite con determinación. La idea ahora  ha germinado y, como la minúscula semilla de mostaza, se convierte en frondoso árbol.

La misteriosa y lenta maduración de los valores universales requiere de maestros que tiren su semilla al aire y no les importe dónde germinen, ni quién recoja la cosecha, ni cuándo. Sus palabras están ahí, guardadas, esperando el momento y el lugar apropiados para cobrar vida.

El mundo está en crisis por falta de maestros. Maestros que con palabras henchidas de mágicas seducciones, guíen a la humanidad a través del misterioso y complejo mecanismo de la conducta humana.

Al maestro lo ilumina su mismo resplandor, y se deja consumir por su propia llama. El maestro no muere: su presencia perdura en las mentes, corazones y acciones de los que reciben el regalo de sus semillas.

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