CUANDO EL SILENCIO HACE MILAGROS
Don Pedro tenía por costumbre no utilizar linterna ni reloj; confiaba ciegamente en el canto madruguero del gallo, en su instinto y en la posición de la luna seg
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Don Pedro tenía por costumbre no utilizar linterna ni reloj; confiaba ciegamente en el canto madruguero del gallo, en su instinto y en la posición de la luna según la fase en su girar alrededor de la tierra. Esa mañana había acordado con Abelardo Gaviria ir a ver unas vacas para comprarlas: Ganaría unos buenos pesos si lograba sacárselas bien baratas. Había pensado, antes de acostarse, que si llegaba a la hora del ordeño podría saber cuáles vacas eran mansas y lecheras, esa era la jugada: amanecer en la finca de Abelardo, con lo cual conseguiría seleccionar las mejores y, después, ofrecerlas a clientes que las necesitaran para la leche; las podría garantizar como mansas y lecheras, dejando satisfecho al comprador,
Se levantó con los primeros cantos del gallo, hizo el tinto y buscó su caballo para aperarlo e irse rápidamente. Bebió afanosamente su tinto, prendió una mechera de petróleo, montó y partió, debía recorrer unos quinientos metros, atravesar la quebrada y, por la llanura, recorrer otro tanto hasta llegar al portillo que da acceso a la carretera. Llevó su luz que apagaría al salir a la carretera. Pero no sucedió así. No encontró el portillo e inició un recorrido de arriba abajo por el borde de la cerca, No es posible que me pase esto. Así lo quiso Dios o el destino. No hay mal que por bien no venga. Resignado se regresó, ató el caballo y se metió en su estrecha cama sin saber qué hora era, pero durmió plácidamente. Se había equivocado con el canto del gallo y la posición de la luna de menguante.
Amaneció e inició nuevamente su viaje.
Hola, don Pedro, le gritó Gonzalo Figueroa, desde su rancho. Permítame una palabra. Se acercó y le dio la mano para saludarlo. Se le notaba nervioso.
¿Qué le pasa, Gonzalo? Don Pedro, estamos preocupados porque anoche, a eso de las doce, vimos una luz que recorría la cerca de arriba para abajo y de abajo para arriba. Quien fuera, después de media hora, tomó el camino para su casa. Eso nos preocupó. Don Pedro se apresuró a decir: por allá no llegó nadie. Entonces, fueron las ánimas del purgatorio - dijo Gonzalo-. Don Pedro se despidió pues le urgía llegar pronto a donde Abelardo. Gonzalo se quedó pensativo. Pero siempre contó esta historia, haciendo énfasis en que las almas de los difuntos protegían a don Pedro.
Después de recorrer el trayecto que le faltaba, llegó a donde Abelardo Gaviria quien lo esperaba con el ganado en la corraleja, ¡Hola, don Pedro! Venga se toma un tinto. Le voy a vender unas vacas bien baratas para que se gane unos pesos, Cuando las venda me las paga. Pensó don Pedro, lo que es liso no tiene arrugas: este hombre me va a ayudar; una luz mía me encandiló, pero este hombre tenía su luz propia: su bondad. Y así fue. Don Pedro compró las vacas y las llevó a su finca.
Mi luz me encandiló, pero la amistad con la gente me ilumina, Vale la pena tener amigos. Ahora queda el tema de las ánimas en altas horas de la noche, pero nunca sabrán que ese fui yo. No les voy a dar ese gusto.
Pasaron los días, los meses y los años y, por el relato de Gonzalo, aún se recuerda aquel suceso, pero con la certeza de que unas ánimas pasaron por aquel lugar en una fecha determinada, para proteger a aquel señor bondadoso y solitario cuyo apellido no se recuerda pero que comerciaba vacas y caballos.
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