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AMORES QUE NO LLEGAN

Don Junio, después de perder el amor de su amada Morada, como él le decía a su esposa, no concebía la posibilidad de ser feliz sin otro amor que nunca encontró.

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Don Junio, después de perder el amor de su amada Morada, como él le decía a su esposa, no concebía la posibilidad de ser feliz sin otro amor que nunca encontró. Lo buscó por donde viajaba en sus andares diarios, semanales, mensuales y continuos.

En una de esas búsquedas, dio con la compañera de Enrique Tuberquia. Una muchacha alegre, extrovertida en medio de aquellos parajes selváticos de colonos que buscaban tener un terruño en el cual organizar su futuro.

Allí dedicaban unos cuantos meses a derribar selva y cultivar arroz o maíz. Por lo general eran hombres rudos decididos a la soledad y al trabajo fuerte del campo, teniendo como compañeras un hacha y una rula o machete.

Trabajar no era, para estos colonos, un castigo sino una costumbre y casi una diversión, cuando veían caer esos poderosos árboles, después de muchos golpes de hacha por un costado y por el otro para obligarlos a caer en determinada dirección.

Llegada la época de la cosecha, empacaban sus productos y en su mula, caballo o yegua las trasladaban a la Terraza donde las embarcaban en camiones o en buses que los llevarían al puerto,
para venderlas y, por fin, tener dinero para pasarla bien en compañía de licor y de mujeres que nunca habían visto, pero que los trataban como amorosas esposas, hasta casi agotar su dinero.

Volver a derribar selva e iniciar los cultivos, era su destino. Carne no compraban porque las quebradas y los ríos les proveían peces y tortugas que consumían con yuca o plátanos cultivados
por ellos.

Esa era la vida rutinaria de aquellos colonos, donde fue a parar don Junio después de perder los quereres de su esposa. Fue un colono más en aquellas inhóspitas tierras de clima tropical malsano.

Por su casa de paja y madera bien dispuestas, siempre pasaba Ángela la compañera de Enrique Tuberquia

. Ella recorría caminos cantando rancheras de aquellas que tanto disfrutan los hombres sufridos y rudos del campo. Esas canciones llenas de melancolía y que en sus letras traen una luz de
esperanza o, muchas veces, de desesperanza; canciones que hacen sentir vivos a los que han sido golpeados por la vida, sin estudio o, también, por falta de un amor permanente.

Esa condición penetró el alma de don Junio. Por eso, ese día que Ángela se detuvo a charlar con él, aprovechó para pedirle que le regalara un poco de su capacidad de amar a todos los demás
hombres de la vereda. Ella le indicó que lo esperaba en su casa, esa noche. Enrique no estaría.

Don junio, rebosante de alegría y con la esperanza de gozar con Ángela, preparó cuajada y unos panes para llevarle un presente. Llegó la noche y, con paso firme pero suave, llegó.

Ángela- susurró –

Inmediatamente escuchó la voz de Enrique quien respondió a su llamado. Don Junio ¿qué busca?

Terrible debió ser para don Junio semejante sorpresa. Por eso, así como llegó, inició su retirada, con la mala suerte que una yegua de Enrique estaba durmiendo acostada en el piso cercano a la casa de paja. Quedó, don Junio cabalgando sin quererlo, en esa yegua sin lazo, sin silla ni cómo
controlarla.
Fue un golpe seco y un maltrato que duraría varios días.

Enrique preguntó, después, a don Pedro por su visita esa noche, recibiendo una respuesta que no esperaba: ¡no puede ser! Entonces me estoy volviendo sonámbulo, porque yo no recuerdo nada de eso que usted me cuenta; sin embargo, sí tengo un dolor muy fuerte en este brazo que no sé
de qué proviene.

Enrique cuenta estas cosas y ríe tranquilo porque para él no era problema que su compañera complaciera a otros que tanto lo necesitaban. Por lo menos, eso era lo que él manifestaba.

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