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Para el fatalista, la vida no vale nada. Sin embargo, es una verdad irrebatible que la persona se encierra dentro del ambiente que ella misma crea, y que es prisionera de las limitaciones que ella misma se impone en la esfera de su propia imaginación porque ve la dificultad en cada oportunidad. 
Para el fatalista, la vida no vale nada. Sin embargo, es una verdad irrebatible que la persona se encierra dentro del ambiente que ella misma crea, y que es prisionera de las limitaciones que ella misma se impone en la esfera de su propia imaginación…

[OP-ED]: ¿Ya nos tocaba?

Cuentan que un hombre que se creía predestinado al fracaso se volvió loco y echó a correr por la calle gritando que le perseguían para matarle. 

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Al verlo, todo mundo quedaba sorprendido por su energía y velocidad. “¿Cómo puede usted correr tan rápido?”  Le preguntaron. “Es que corro por mi vida, idiotas”, respondió el hombre jadeando. Su terror sembró el pánico entre quienes le rodeaban y todos empezaron a correr. Cada vez se unía más gente al exaltado grupo de corredores, unos por imitación y otros por miedo. Hasta que el grupo se convirtió en una inmensa multitud que, finalmente, cayó al mar desde un acantilado. 

     El cuento ilustra el estado de ánimo que vivimos. Escuchamos a aquellos que gritan: “Ahí viene el lobo, nos va a comer. Es nuestro destino”. Una gran mayoría se siente ya devorada por el lobo. “Ya nos tocaba, no hay nada qué hacer.”

     La fatalidad como síntoma de decadencia social, se nos revela como una actitud espiritual, una decisión negativa de existencia. El fatalista se siente predestinado a una vida determinada, contra la cual es imposible triunfar. Se disculpa ante sí mismo de todos los fracasos en su vida, no sólo en la vida profesional, sino en la vida toda. Se siente como chivo expiatorio al que se cargan todas las culpas de la nación. Los propios errores se presentan como otras tantas consecuencias fatales del destino: “Ya me tocaba”. “Si no hubiera sido por ésta o aquél, otro gallo me cantara.”

      Por temor a enfrentarse con sus propios errores, o con algo que implique un esfuerzo adicional, o un compromiso personal, el fatalista tiende a enterrar la cabeza en la arena cuando se trata de una introspección. Así, inconscientemente aplasta sus mejores posibilidades, congela su creatividad y descuida el más grande de todos los descubrimientos: el valor de sí mismo. Y  lo que es aún peor: culpa a otros de su fracaso.

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     Para el fatalista, la vida no vale nada. Sin embargo, es una verdad irrebatible que la persona se encierra dentro del ambiente que ella misma crea, y que es prisionera de las limitaciones que ella misma se impone en la esfera de su propia imaginación porque ve la dificultad en cada oportunidad. 

      El fatalista puede aprender a actuar de otro modo: puede optar por no entregarse a las fuerzas del destino social, y decidirse a luchar contra ellas. Puede rasgar el velo gris que lo cubre y cambiar aquellos factores que tapan la luz solar de la verdadera realización de su mente y de su vida. Así encontrará el camino hacia la libertad interior y llegar a responsabilizarse de su propio destino. 

      Muchas personas obligadas por las circunstancias viven en las mismas condiciones desfavorables que él, pero saben mantenerse sanas, sin caer en la apatía ni en la depresión, y conservan su optimismo y espíritu indomable que les permite encontrar alternativas y oportunidades en las mismas situaciones en que otros ven sólo oscuridad.

      Todos llevamos dentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba. Hay mexicanos que a pesar de los gritos: “Ahí viene el lobo, Trump nos va acabar”, han sabido convertir las dificultades en posibilidades, pues el sentido que le dan a sus vidas va más allá de las situaciones concretas y transitorias. Su existencia es plena, aún en la adversidad, porque colocados en situaciones límite, han decidido mantenerse interiormente erguidos, con una enorme fe en Dios y en sí mismos, a pesar de estos tiempos tormentosos en que la brújula moral anda desquiciada. 

     Aquellos que deciden mantenerse interiormente íntegros tienen, en la lucha contra las circunstancias presentes, mejores perspectivas de triunfar. No se preocupan con exceso de las carencias presentes porque saben que aún están sentados en la Tierra Prometida.

     Y han decidido cultivarla

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