El Museo era una Fiesta
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Hace un par de semanas leí una nota en The New York Times sobre la nueva exposición de un artista cubano en el Museo del Barrio de Nueva York y no pude evitar que me invadiara la nostalgia.
Para los que no hayan oído hablar nunca de él, el Museo del Barrio es uno de los mejores museos de arte caribeño y latinoamericano de la costa Este, con una interesante colección permanente de artistas mexicanos, puertorriqueños y cubanos. La verdad es que yo en el año 2003 tampoco lo conocía. Por aquel entonces tenía 22 años y acababa de graduarme en Administración de Empresas en una prestigiosa escuela de negocios de Barcelona, pero mi sueño - para desesperación de mi padre, que acababa de financiarme la carrera - era trabajar en algun museo. (más adelante decidí complicarme un poco más la vida y acabar siendo periodista).
Me puse manos a la obra. Empecé a enviar curriculums y rellenar decenas de formularios interminables para que algun museo de Londres, París o Nueva York me aceptara en su programa de internships. Casi todos me rechazaron, alegando que no tenía la experiencia ni formación suficiente, pero yo seguía insistiendo. Tampoco tenía mucho más que hacer, excepto aburrirme en un trabajo de verano que me había conseguido mi tía en una consultoría de salud pública, donde mi tarea básica era hacer fotocopias y editar tablas de Excel.
Y entonces, en medio de una tarde bochornosa de agosto, de esas en que el asfalto de Barcelona parece sacar humo y los ojos se te cierran frente al ordenador reclamando una siesta, ocurrió el milagro, Un nuevo correo electrónico en mi bandeja de entrada comunicaba lo siguiente: “El director del Museo del Barrio estará encantado de ofrecerle unas prácticas de nueve meses a partir del mes de setiembre.”
Salté de alegría en mi silla. De pronto, ya no me importaba pasarme el resto de la tarde haciendo fotocopias. ¡Me iba a Nueva York! Para una estudiante de 22 años que todavía vivía con sus padres, irse sola a la Gran Manzana era una aventura en toda regla. Aunque fuese para trabajar en un museo del que nunca había oído hablar.
La experiencia valió la pena. No solo porque me permitió vivir en una de las ciudades más vibrantes y cosmopolitas del mundo, sino porque fue mi primer contacto con el mundo Latino.
El Museo del Barrio es un centro de arte fundado en 1969 por un grupo de educadores, familias y otros miembros influyentes de la comunidad puertorriqueña de Nueva York con el fin de promover el arte Latino en los Estados Unidos. Tiene una colección permanente muy interesante, que incluye desde muestras del mejor arte taíno y pre-colombino a la obras de artistas Latinos modernos y contemporáneos, aunque yo lo que mejor recuerdo son los postres que preparaba Carmen Ana, la esposa del presidente de Goya Foods, que era una miembro muy activa de la Junta del museo.
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Carmen Ana era una mujer puertorriqueña de mucha categoría. Probablemente era una de las invitadas más disputadas en la galas Latinas de Manhattan y andaba siempre muy ocupada, pero tenía el detalle de aparecer de vez en cuando por el Museo con bandejas de flanes de coco, budines de crema y unas galletitas de café deliciosas, que yo me comía a puñados.
Entre los postres de Carmen Ana y mis incursiones a las cantinas mexicanas del East Harlem a la hora del almuerzo, conseguí ganar varios kilos en pocos días. Pero yo era feliz, descubriendo cada día un nuevo plato de cocina Latina: burritos, quesadillas, tacos, sopas picantes como el diablo… Solía volver a la oficina con la cara manchada de salsa y las manos pringosas. Todavía no he aprendido a comer una torta o un burrito sin que se me desmonte.
A parte de ponerme las botas, en el Museo del Barrio tuve ocasión de trabajar con Latinos muy competentes. Para empezar estaba Julian Zugazagotia, el flamante nuevo director general del Museo, hijo de un exiliado vasco y una actriz mexicana de telenovelas famosa: Susana Alexander, todavía me acuerdo de su nombre.
Julian era un tipo alto y delgado, con unos ojos azules que enamoraban a todos. Había estudiado Historia del Arte en París y tenía ese toque de sofisticación europeo tan apreciado en el mundillo del arte. Bajo la dirección de Zugazagotia, el museo organizó varios eventos importantes, como una retrospectiva de arte de Puerto Rico en colaboración con el MoMa o la presentación en Nueva York de la película “21 Grams”, de la mano del director mexicano Alejandro González Iñárritu. Me hubiese gustado que vinieran Sean Penn y Benicio Del Toro, pero no tuve tanta suerte. En cambio, sí tuve la ocasión más adelante de estrecharle la mano a Hillary Clinton, entonces senadora de Nueva York, que un día apareció en el Museo para presentar su autobiografía, “A Living History”. Todavía guardo en una caja de recuerdos la foto que nos hicimos todo el equipo del Museo junto a la senadora.
Entre los empleados del Museo del Barrio también recuerdo con cariño a Susy, la directora de Relaciones Públicas, una mujer de risa contagiosa, con el cabello rubio muy rizado y unas gafas redondas de montura de pasta que resbalaban por su nariz cada vez que soltaba una carcajada. Susy había nacido en Surinam, antigua colonia holandesa en el Caribe, y me parecía listísima. Hablaba más de cinco lenguas, incluida el surinamés, un dialecto criollo que tiene palabras parecidas al catalán, el idioma autóctono de Barcelona.
Lo normal era que Suzy estuviera sentada en su despacho hablando por teléfono y comiendo nachos. Si Suzy soltaba carcajadas, significaba que en el Museo se respiraba buen ambiente. Algo que ocurría casi siempre, excepto cuando el arte del chismorreo- desafortunada perdición de los Latinos – se descontrolaba. La cocina era el lugar oficial para empezar a circular rumores: que si iban a despedir a Doris, la recepcionista colombiana, porque no tenía papeles y se pasaba el día navegando en webs de dating; que si la directora de marketing había tenido un affaire con el contable; o que si la dominicana de Finanzas estaba enamorada del repartidor de comida, un veintañero mexicano, con el bigote mal afeitado y una voz ronca, que con una sonrisa se ganaba la propina de todas. A mi lo único que me preocupaba era que los burritos hubieran llegado calientes.
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