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El presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, muestra discursos de la semana pasada mientras se dirige a sus seguidores el día martes 22 de agosto de 2017, en el Centro de Convenciones de Phoenix durante un evento en Phoenix, Arizona (Estados Unidos). EFE/ROY DABNER
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El presidente transformó un evento que cobró la vida de una persona y que alborotó la vena más profunda de odio en la cultura estadounidense, en un teatro donde la verdadera víctima era nada más y nada menos que él mismo.

Ver a un presidente obligado a releer sus palabras, a sacar un papel doblado donde imprimió lo que alguien más le escribió para enfrentar una de las circunstancias de violencia más importantes en los últimos años, y que se desencadenó inequívocamente por su incapacidad para dirigir sin dividir, es tan preocupante como profundamente triste.

“Si escriben una historia sobre mí, yo sé si es verdad o mentira”, dijo Trump iniciando su ataque a medios como CNN. ¿Eso quiere decir que sus posturas no son evaluables ni refutables? ¿Implica esto que el Presidente no puede ser juzgado porque es dueño de la única verdad?

Con cientos de partidarios conglomerados en una sola sala, y muchos opositores manifestándose en las puertas – rodeados por bombas de humo y gas -, el presidente Trump demostró una vez más que la estrategia romana de “divide y vencerás” sigue vigente, y que la retórica violenta es su marca de autor.

El mandatario efusivo y sin límites que habló en Phoenix es muy distante del hombre sobrio que se dirigió a las tropas tan sólo un día antes para hablar de la continuación del conflicto bélico en Afganistán, pues en Estados Unidos la violencia doméstica va primero.

El verdadero enemigo del presidente estadounidense no es el terrorismo, no es la inestabilidad económica ni la separación ideológica de su gabinete, son los medios de comunicación que cumplen con su labor fundamental de poner en perspectiva y criticar la trayectoria que insiste en seguir un gobierno fundado en el populismo más aberrante.

“Es momento de exponer los engaños retorcidos de los medios y retarles por su rol al fomentar las divisiones, y si, por cierto, están intentando quitarnos nuestra historia y nuestro patrimonio. Pueden verlo. Son personas realmente deshonestas. No todos. Tenemos buenos reporteros, tenemos periodistas muy justos. Pero la mayoría, son realmente personas deshonestas”, atacó el presidente.

Asimismo cuestionó la labor periodística desde el “amor a la patria”, haciendo eco de su premisa de “lealtad” que tantos colaboradores y partidarios le ha costado, sobre todo cuando no ha sabido desligarse de su trayectoria de racismo y clasismo, que le persigue como una tormenta tropical. Para intentar contrarrestarlo, y fallando de nuevo en el intento, los organizadores del evento intentaron incluir en el mismo escenario a Alveda King, la nieta del líder por los derechos civiles, Martin Luther King Jr. y, en la imagen fija de su discurso, era inevitable desplazar la mirada al hombre de color que se encontraba entre los participantes del fondo, puesto con pinza, como para pretender convencernos de que en la paleta de colores del presidente caben todas las posibilidades.

Pero no se puede tapar el sol con un dedo. Si el presidente quisiera vender la idea de que su racismo es infundado por los medios y que en la nación que quiere refundar entramos todos, no habría incluido en su discurso al antiguo sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio, un hombre conocido por sus violaciones a los derechos humanos y por su diseño de un moderno campo de concentración para inmigrantes indocumentados.

El presidente preguntó: “¿Hay alguien aquí que quiera al sheriff Joe?” y sus seguidores corearon: “¡Perdona a Joe!”, quien se encontraba entre la multitud y ha sido acusado por violar los Derechos Humanos de los indocumentados en el 2011 y durante el pasado mes de abril por malversación de fondos.

Pero para Trump, Arpaio estaba tan sólo cumpliendo con su trabajo. “¿Está siendo condenado por cumplir su trabajo? Debería tener un juzgado. Haré una predicción: creo que le irá bien. Pero no lo haré esta noche porque no quiero causar controversias”.

¿Más controversias, señor Presidente?

La nación “bajo Dios” y llena de amor de la que habló en sus primeros minutos de discurso se fue al caño cuando volvió a hablar de su famoso muro, de los demócratas obstruccionistas, de los republicanos que obstaculizan su sueño de cercar un país y expulsar a los que no cumplen con sus estándares de color, raza y nacionalidad.

“Si tenemos que cerrar parcialmente nuestro gobierno, (lo haremos), vamos a construir ese muro”, sentenció. “Tendremos nuestro muro. El pueblo estadounidense votó por el control migratorio. Tendremos ese muro”.

Cerrar el gobierno es una idea extremista e innecesaria, pero el presidente puede estar tranquilo. Su muro ya existe, y está firmemente sedimentado en el inconsciente de su nación. Su misión está cumplida: ha desempolvado una muralla china espiritual que creíamos era ruinas de un pasado muy lejano, y su voz le ha despertado, como a un demonio lovecraftiano que costará años en volver a poner a dormir.