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De niñas

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Era una niña
chorreada y flacuchenta, con unos ojos que parecían gotas gigantes de gris
azulado en una eterna expresión de susto, sus labios de triángulo, mullidos y
profundamente rosados, parecían por lo lustrosos,  un caramelo babeado.

Parecía incapaz
de maquinar travesuras con esa mirada tierna y mojada de uva reventona, pero,
como todo rapazuelo, arrullaba travesuras debajo de las sábanas, como cuando
enferma de hepatitis, la agarramos in fraganti con un emparedado de mantequilla
de maní  bajo la almohada.   Por gracia de Dios, solo había dado
una mordida, porque si no...  ella
y su hígado se habrían reventado.

O aquella otra
vez, cuando harta de la tarea cotidiana de poner la mesa para el almuerzo,
empezó a poner los cubiertos al revés, 
los vasos sobre los platos, 
sin servilletas o con servilletas mal dobladas.  Mamá no entendía cómo de un día para
otro, algo que hacía tan bien a los cinco, de pronto a los seis se le
olvidaba.  Hasta que descubrió el
truco y le puso punto final.

Nosotros nos
deleitábamos en torturarla a cosquillas pero la cuidábamos también, como si
fuera un tesoro nacional, so pena de que la correa de mamá nos rebanara el
poto, hasta el momento en que en medio de la avenida se me fue de las manos,
como una hoja de  papel arrastrada
por el viento y un auto me la aplanó de un grito.  Nunca me lo he perdonado pese a que aquí está, como siempre,
sonsacándole caramelos al más lelo, y recordándome mi estupidez con egoísmo.

Elizabeth,  Elizabeth...

Mi madre,
periódicamente, nos sometía a unas tijeras malditas para podarnos las greñas
que según nosotros, estaban muy bien como estaban.  No la dejábamos hacer con libertad y nos revolvíamos como
hormigas rabiosas, mientras ¡paf! sonaba un manotazo sobre la mesa, y
terminábamos siempre rojos y congestionados de tanto llorar.   ¡Qué ternura ni qué ternura de
madre!  Para colmo, éramos nosotros
los que teníamos que recoger los cabellos cadavéricos del suelo y más nos valía
que no quedara uno ni para el recuerdo.

No sé porqué se
me ocurrió, más entretenido hacerlo que dejármelo hacer, y Elizabeth, muy
dócilmente se prestó al experimento aunque no sin que yo tuviera que
convencerla por cinco minutos.  
- ¡Ya sé cortar el pelo! - 
decía yo emocionada, casi cantando -  y mi hermanita soltó su castaño verdoso a la espalda.  

A ella nunca le
habían cortado el cabello... la inicié para siempre con las tijeras:

- Un poquito
más y termino.   ¡Ajá!  A ver... iiij,  ¡chúsicas! -  miré aterrada el desnivel que había ocasionado,  Elizabeth se empezaba a poner nerviosa
y con  su voz de niña chismosa,
empezó a gemir en chiquis,  - ¿Qué
pasó?  Qué pasó?  - preguntó finalmente,  y yo armándome de valor le
respondía:  - No, solo tengo que
igualar ¡aaaquí!,  pero horrorizada
vi que el desnivel, ahora del otro lado era todavía peor que el primero.  - Y ahora, ¿qué hago? -  me decía mientras con cada corte que
hacía empeoraba las cosas.  

En eso oímos
que mamá entraba y como mariposas espantadas revoloteamos en círculos,
ocultando los cuerpos del delito, 
hasta que se me ocurrió la brillante idea de recogerle el pelo en una
coleta.  - Así no se notará - dije
muy convencida...  no sé cómo tan
convencida, cuando la bendita cola, 
parecía una escoba vieja, deshilachada y vacía.

Mamá entró y no
notó nuestras caras de demasiada inocencia, hasta que la boba de mi hermana,
decidió dar un giro delator. 
Entonces un chillido nos explotó en las orejas, Mamá sacó su temida
correa y tras una docena de caricias picantes,  blandió por una vez en la vida las tijeras sin nosotros  chistar.

Allí  estábamos las dos, llorando, mojadas,
con la mirada clavada al suelo, mirándonos de vez en cuando, ella a mí con un
rencor que hasta hoy no se le quita, y yo,  con un arrepentimiento que se me ha hinchado en las caderas.

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