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Tras guerra perdida, urge nuevo enfoque en políticas antidrogas

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El 8 de mayo, en su primera jornada en el cargo, la presidenta costarricense Laura Chinchilla cumplió una promesa de campaña al crear una comisión nacional antidrogas, encargada de combatir el narcotráfico y reducir el consumo de sustancias ilícitas en Costa Rica.

Un día antes, el presidente chileno Sebastián Piñera sobrevoló Santiago, a bordo de un avión vigía utilizado en la incautación de 300 kilogramos de drogas ilícitas y la desarticulación de dos organizaciones criminales dedicadas al tráfico de estupefacientes.

Para el lector ocasional, tal vez estos eventos no merezcan mayor atención. Pero, para los latinoamericanistas, estos hechos subrayan un desarrollo asombroso, inimaginable hace apenas unos años: dos países modelo de la región están ahora en el frente de batalla contra las drogas.

A pesar de décadas de una guerra antidrogas financiada por Estados Unidos, el tráfico y consumo de estupefacientes están en aumento a lo largo de la región. Según una encuesta de Gallup, emitida el 7 de mayo, 43 por ciento de los latinoamericanos dice que el comercio de sustancias ilícitas es común en sus vecindarios.

El número de personas que reporta dicha actividad ha crecido más rápido en Brasil, Chile y Argentina, países no asociados tradicionalmente con carteles o producción ilegal de narcóticos. Tal como escribieron hace más de un año los expresidentes Fernando Henrique Cardoso de Brasil, César Gaviria de Colombia y Ernesto Zedillo de México, la región está ahora “más lejos que nunca de la meta de erradicación de drogas”.

Un aspecto rescatable del fracaso de esta lucha es que nuevas políticas antidrogas pueden finalmente considerarse con seriedad. Viejas conjeturas y prejuicios que hacían que, por ejemplo, cualquier señal de indulgencia fuera vista como un acto de capitulación, ya no estorban en el debate. Esto es especialmente cierto en la búsqueda de estrategias distintas para la reducción del consumo. La disminución de sanciones o de la dependencia en la encarcelación ya no son temas tabú.

Esta última semana, en una audiencia en el Congreso estadounidense, se evaluó el programa de Hawai conocido como HOPE, que aplica sentencias más cortas e inmediatas para consumidores de droga en libertad condicional. Un estudio reciente encontró que aquellos que eran parte del programa tenían 55 por ciento menos probabilidades de ser arrestados por un nuevo crimen y 72 por ciento menos posibilidades de usar drogas, que aquellos en el sistema tradicional de libertad condicional.

Bajo el viejo sistema, los infractores nunca tuvieron un incentivo verdadero para dejar los estupefacientes. Durante el tiempo que estaban bajo supervisión, seguían con su adicción. Y cuando largas sentencias de prisión se convertían en la única opción, las causas subyacentes del abuso de drogas nunca eran atendidas.

La nueva Estrategia Nacional de Control de Drogas del presidente Obama emitida esta semana, al igual que el programa HOPE, revela un deseo de responder al pernicioso “ciclo entre drogas y crimen”. Este plan reconoce que a no ser que los problemas de adicción sean atendidos, los infractores no dejarán de entrar y salir del sistema penitenciario.

La estrategia da renovada importancia a soluciones de salud pública, además de la respuesta más tradicional de seguridad pública. “Es hora de que la salud pública y el sistema de salud sean incentivados y apoyados para que asuman un papel más central en la reducción del uso de drogas y sus consecuencias por medio de la prevención”, consta en el documento en el que también se considera que “la adicción a la droga es una enfermedad con orígenes biológicos”.

Nuevos enfoques internacionales también buscan distinguir entre los consumidores y los vendedores de sustancias ilícitas. En Ecuador, por ejemplo, la reforma constitucional de 2008 llevó a la liberación de cientos de prisioneros que habían sido sentenciados por portar menos de dos kilogramos de drogas y que habían cumplido diez por ciento de su sentencia o un mínimo de un año. De acuerdo con María Paula Romo, líder de la Comisión de Justicia de la Asamblea Nacional de Ecuador, la tasa de reincidencia entre los liberados ha sido de 0,5 por ciento.

Martin Jelsma del Transnational Institute afirma que no existe evidencia de que enfoques menos severos ante consumidores de sustancias ilícitas hayan llevado a “un aumento significativo de uso de drogas o daños relacionados con la droga”.

Jelsma, quien ha hecho seguimiento a las reformas legales en el mundo que han reducido las sanciones criminales por la posesión de estupefacientes, asegura que éstas han ayudado a aliviar la carga en sistemas judiciales y penitenciarios, así como han liberado recursos “para el tratamiento más efectivo, reducción de daños y programas de prevención del crimen, además de permitir que las fuerzas policíacas se enfoquen en el crimen organizado y la corrupción”.

Si la reducción de sanciones acompañada de tratamiento efectivo tiene éxito en reducir la demanda, se podría suponer que los mercados de sustancias ilícitas y las ganancias del narcotráfico disminuirán finalmente.

La búsqueda de otras opciones distintas a la guerra contra las drogas apenas comienza y los cambios en las políticas de Washington avanzarán tímidamente. Aún así, con tantas sociedades afectadas por este flagelo, la urgencia de hallar estrategias más exitosas es mayor que nunca.

(Marcela Sánchez ha sido periodista en Washington desde comienzos de los noventa y ha escrito una columna semanal hace siete años.)

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