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La presente época en nuestro planeta pasará a la historia como una de enormes conflictos: “Todos Contra Todos”.  Los países del Primer Mundo contra los países en desarrollo, unas razas contra las otras, sicarios contra militares, guerra sin fin entre partidos políticos, religiones, patrones y obreros, barrios, equipos deportivos, pandillas, hombres y mujeres.

Aunque en todas las épocas ha ocurrido lo mismo, y sólo cambian nombres y circunstancias, la época que vivimos es marcadamente violenta, desde los juguetes de los niños, los juegos de video, y la proliferación de armas en todos los países del mundo.

Sin embargo, es agradable recordar historias en las que la solidaridad se hace presente para corroborar una vez más que la especie humana es capaz de convivir de otra manera, y que de eso depende la supervivencia del planeta.

Una de las historias más atesoradas por los descendientes de quienes lograron escapar de los hornos crematorios en los campos de concentración nazi es realmente enternecedora.  Cuentan que soldados de la Gestapo llegaron de improviso a un sector acomodado de Berlín y a empeñones subieron a un camión a varias decenas de judíos.  Después los apiñaron a golpes en el último vagón de un tren con destino a Auschwitz.  Todos eran adultos, hombres y mujeres, sólo un bebé de siete meses.

El niño no cesaba de llorar de hambre y de frío.  No había pañales para cambiarlo. Con gesto amenazante el guardia ordenó que lo callaran.  El tren se detuvo en un poblado casi al amanecer: “Si uno sólo de ustedes escapa, todos serán fusilados en el acto por complicidad”.  El guardia bajó al andén y se distrajo con otros oficiales.

La decisión de Hans fue rápida: le pidió a la esposa el bolso que llevaba en el hombro.  Tomó de él dinero, papel y pluma; escribió una nota; luego le pidió las joyas que portaba.  Por último, sin decir palabra, arrebató al bebé de sus brazos.  “¿Qué haces?” susurraba ella angustiada.  Con una velocidad de flecha llegó Hans a la puerta del vagón y logró entreabrirla.  Saltó y colocó al bebé en la orilla de la calle, al lado opuesto de los guardias. Ella lo vio regresar sin el niño, y enloqueció de dolor: cayó de bruces ahogando sus sollozos abrazada a los pies del marido.  El tren reanudó su marcha.  Nadie delató el hecho.  En su silencio, todos fueron cómplices.

Poco después el llanto del bebé fue escuchado por un chico que pasaba en bicicleta.  Encontró junto al niño el dinero y las joyas envueltas en un pañuelo, y una nota: “Me llamo Pierre.  Soy francés, mi madre es soltera.  No puede cuidarme.  ¿Me cuidas tú?”  Tomó al niño y lo llevó a una iglesia Católica.  Tocó a la puerta de la sacristía y huyó con el dinero y las joyas.  El joven sacerdote, alarmado, comentó a el ama de llaves: “El niño debe ser judío, porque está circuncidado.  No podemos tenerlo aquí. ¡La Gestapo nos fusilaría!”  La anciana tomó al bebé en brazos y, sin decir palabra, puso a hervir leche para alimentarlo y rompió una sábana para hacer pañales.  El niño creció con ellos.  Enviarlo al orfanato hubiera sido condenarlo a muerte.

Los padres de Pierre murieron en el holocausto. Años después, uno de los sobrevivientes regresó al poblado en busca de Hans II, el verdadero nombre del niño que en realidad era alemán.  Encontró a un Pierre feliz, criado por el joven sacerdote y la anciana ama de llaves.

En la cocina de la parroquia, mientras tomaban café, el judío desconocido narró la historia de esa noche de invierno en el vagón del tren.  Celebraron la vida de Pierre: un verdadero milagro de solidaridad y fraternidad humana.  Hans, el padre de Pierre, supo exactamente lo que había qué hacer para salvar al pequeño, y lo hizo a pesar del precio de perderlo.  La madre logró ahogar sus gritos de dolor y reconoció acertada la decisión de dejarlo: los soldados lo habrían matado para no oírlo llorar. La solidaridad de los compañeros de vagón y el valor que demostraron al guardar silencio.  El ama de llaves que decide cuidar al niño a pesar del peligro, el sacerdote que vence sus prejuicios de raza y religión y su terror a la Gestapo para criarlo.  El chico de la bicicleta que puso su parte: medio ladroncito, pero eso sí, con suficiente bondad en su corazón para llevar al niño a lugar seguro.

En esa mesa de cocina endulzaron el café con la miel de la fraternidad.  La fraternidad, cuando deja de ser palabra para convertirse en experiencia, rebasa todos los obstáculos de raza, credo y género para dar a los seres humanos el verdadero gozo de vivir.

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