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Azotados por la crisis económica de aquellos tiempos, una pareja de recién casados ve acercarse la noche de Navidad sin tener para el regalo acostumbrado. A semejanza del cuento de O. Henry, ella vende su cabello para comprarle un extensible a su reloj y, sin saberlo, él vende el reloj para comprar una diadema para su hermosa cabellera.

A media noche al abrir los regalos, ella se descubre tristemente la cabeza y ambos se llenan de pena. Pero entonces se hace un silencio tan diáfano, que una lucidez penetrante les permite ver la realidad de su amor más allá de aquellos regalos. Sonriendo desde la otra orilla del éxtasis, se miran con ojos luminosos: hay un nuevo brillo en sus pupilas. Aturdidos por la revelación de que no sólo se puede ser feliz en la opulencia; ese instante marca un peldaño más en la historia de su amor. Experimentan un apremio irresistible de empezar la vida juntos, de nuevo, desde el principio, para decirse todo lo que habían olvidado, y volver a hacer bien cualquier cosa que hicieron mal en el pasado.

El amor hace que en la memoria del corazón, se eliminen los malos recuerdos y se magnifiquen los buenos. Gracias a este artificio, los que se aman viven eternamente enamorados.

El mundo cristiano celebró una Navidad más y como siempre, la preocupación por los regalos, las posadas, los tamales y el confeti. Es extraño. El motivo de nuestra celebración es el nacimiento de un Niño que vino a traernos tres regalos o símbolos: luz, sal y levadura. Todos ellos sencillos, económicos. No es necesario comprar nada, especialmente en estos momentos de crisis que vivimos. Todos ellos provienen del ser mismo de la persona: aquellos que nacen del corazón.

En las Sagradas Escrituras la luz tiene un gran simbolismo. Es el más espiritual de los elementos porque aunque es materia, es intangible. La luz convierte la noche en día con sencillez encantadora, sin ruido, sin estridencias, sin cortes bruscos, sin oscilaciones perturbadoras; con paciencia y exquisita suavidad. Aunque la noche todo lo confunde, llega la luz del día y convierte la incertidumbre en certeza.

La sal en aquél entonces era un elemento fundamental para la conservación de los alimentos: mejoraba su sabor y evitaba su descomposición.

La levadura hasta nuestros días sigue siendo un misterio: sólo un puño hace que una masa pequeña multiplique su tamaño en forma rápida y misteriosa. La levadura transforma la masa, la fermenta, le da consistencia, suavidad, y la engrandece. El Nuevo Testamento menciona un puñado de levadura para tres medidas de harina. El número tres, en el sentido bíblico, es representativo de infinidad: un puñado de levadura tiene la fuerza suficiente para fermentar una masa infinita.

Si tomamos como punto de referencia las estadísticas, advertiremos que cerca del 90% de los habitantes de América Latina nos decimos cristianos. Pero, ¿realmente lo somos? El cristiano está llamado a llevar a Cristo como la luz: sin molestar, sin herir, sin dañar, con trato suave y delicado. No condenando a los que dudan, sino iluminándolos con amor. Como la luz: haciendo día de la noche, poniendo en orden lo confuso.

La levadura en la masa trabaja de dentro hacia fuera. El cristianismo primero se instala en la mente, luego fermenta el corazón, y después revoluciona el mundo. Donde hay guerra, hace paz, donde hay odio, amor, donde hay explotación, justicia. Con delicadeza, como la luz, con sabor, como la sal, y como levadura: en forma rápida y misteriosa.

Después de más de dos milenios, en medio de una guerra inacabable y una crisis galopante, aún no hemos recogido los regalos que el Niño Jesús nos trajo. ¿Se habrá hecho sosa la sal, apagado la luz y corrompido la levadura?

No, nuestros regalos permanecen ahí, intactos, bajo el árbol de Navidad más grande del mundo; sólo esperan que tengamos el valor de vencer el catastrofismo, y vayamos por ellos.

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