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La burbuja y el infierno

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En un reciente libro del Cato Institute sobre la burbuja inmobiliaria que hizo ¡pum! el año pasado, el escritor sueco Johan Norberg equipara esa catástrofe con la confluencia, en 1991, de un sistema de alta presión del norte de Canadá, un sistema de baja presión sobre la costa de Nueva Inglaterra y un huracán cercano que, al converger, produjeron un monstruo de tormenta con vientos de 75 millas por hora y olas de hasta 100 pies de altura.

Cuatro elementos, según el autor, convergieron detrás de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. Primero, una política monetaria sin frenos que en 2001 redujo las tasas de interés del 6,25 al 1,75 por ciento y no las subió al 5 por ciento hasta 2006. Segundo, una obsesión estatal por convertir a todo el mundo en propietario de inmuebles: hacia finales de 2007, los bancos semi estatales Fannie Mae y Freddy Mac tenían apenas 1,2 dólares de capital por cada 100 dólares que habían garantizado o prestado a través de títulos valores vinculados a hipotecas. Tercero, la perversión de una práctica razonable —la conversión de deudas en títulos negociables para diseminar el riesgo— por los incentivos reglamentarios que llevaron a los bancos a sacar activos de sus libros contables y eludir así las exigencias de capital mínimo. Finalmente, el oligopolio –creado por el Estado— de las agencias calificadoras de riesgo que les pusieron las mejores notas a papeles inservibles.

Si bien achaca el grueso de la culpa a la política de los gobiernos, Norberg no exculpa el comportamiento de muchas empresas e individuos de a pie que participaron en este fiasco. Nadie obligó a la gente a solicitar créditos que no podían devolver, o a los bancos a que invirtieran en títulos “estructurados” ignorando los riesgos implicítos o a los empresarios inmobiliarios a confundir una gigante burbuja con crecimiento real.

Pero el mérito del libro, “Financial Fiasco”, no radica en la asignación de culpas o la defensa de la tesis de que el intervencionismo estatal, y no los mercados desenfrenados, fue la causa principal de los trágicos eventos cuyas consecuencias nos asedian todavía. Otros han defendido esta tesis aquí y allá en estos dos años, aunque el libro hace un buen trabajo aglutinando todos esos argumentos y pintando el lienzo completo. Más chocante y convincente es la evidencia de que esta burbuja en lo esencial no fue distinta de las anteriores y, lo que es mucho más grave, que distintos gobiernos están ya incubando la siguiente.

Los cuatro elementos que mencioné arriba están vivitos y coleando. Pueden no ser evidentes al ojo superficial porque los excesos crónicos de la última burbuja todavía siguen deprimiendo la intensidad de la actividad económica. Pero allí están.

La política monetaria y la política fiscal son ahora incluso más inflacionarias que entre 2001 y 2006. En vez de remover los incentivos estatales para prxéstamos injustificados, los políticos, acicateados por un coro populista, los han multiplicado. A los reglamentos que llevaron a los bancos a evadirlos de oscura manera dentro de los límites de la ley se suman ahora otros nuevos. Y las reglas que convirtieron a las calificadoras de riesgo en entidades semioficiales que obligaron a grandes bloques de capital de inversión a guiarse por sus calificaciones no son siquiera cuestionadas.

La razón de todo esto es lo que Norberg llama la tendencia de los burócratas, como los generales, a librar la última guerra. “Antes de concederles a los políticos, banqueros centrales y burócratas más poder sobre la economía”, se pregunta el autor, “¿no deberíamos primero examinar qué hicieron con todo el poder y los recursos que ya tenían cuando la peor burbuja financiera de la historia se estaba inflando? ”

La ausencia de regulación no hizo esta burbuja. Sólo en Washington, más de 12.000 personas trabajan reglamentando el sistema financiero: ¿y qué lograron? La mayor parte de los reglamentos que debían aplicar resultaron de reacciones políticas a crisis financieras anteriores cuyas causas los responsables del momento prefirieron no comprender por pura conveniencia política.

“Un capitalismo sin bancarrota es como un cristianismo sin infierno: pierde su capacidad de motivar a los humanos mediante el incentivo de la prudencia y los temores”, señala Norberg. Es una síntesis apropiada de su tesis sobre las raíces de esta y tal vez de futuras recesiones. La política post-burbuja en los EE. UU. y el resto del mundo intenta remover las incertidumbres de la economía procurando desacoplar el comportamiento de los agentes económicos de las consecuencias de sus acciones. Quieren salvarnos de nuestros propios pecados.

¿Pero cómo vamos a esforzarnos por alcanzar el paraíso si nos hacen creer que el infierno ha sido abolido?

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