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Una radiografía de la crisis económica

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La crisis financiera estalló en Estados Unidos en agosto de 2007. De pronto, todo el mundo tomó conocimiento de que había un problema: hipotecas sobre compra de inmuebles, dadas como garantías precarias.

Al principio, los bancos estadounidenses dijeron no tener nada que ver con el asunto. Después se vieron obligados a reconocer que los "vehículos especiales" que habían creado sí eran de su responsabilidad. Lo reconocieron para que el banco central de Estados Unidos, la Reserva Federal (la Fed), les pudiera dar dinero para cubrir los agujeros, puesto que los financiadores de hipotecas, no siendo bancos, no tenían acceso a la ayuda federal.

 El susto no sirvió de lección. Poco a poco se vino abajo el castillo de naipes. Ahora, todo el mundo reconoce que el sistema financiero estaba muy "apalancado", lo que quiere decir que prestaba con una base muy pequeña de capital propio, con dinero de los demás. Los cuentahabientes, cuando descubrieron la relación de los bancos con las hipotecas, corrieron para retirar sus depósitos de los bancos con pocos fondos propios.

De nuevo vino el auxilio de la Fed, esta vez por un monto billonario. El mundo, que todavía no se acostumbraba a los "miles de millones de dólares", tuvo que ver en el horizonte un "billón", pero en deudas...

De ahí en adelante hubo mil "soluciones creativas" para salir de la crisis. La propuesta "laborista" del primer ministro británico Gordon Brown, recibida con el beneplácito de todos, fue dar dinero a los bancos comprando acciones, en vez de, como hizo la Fed, absorber títulos tóxicos y otorgar préstamos a bajo interés y con un plazo de devolución infinito. La tesorería y los bancos ingleses fueron asociados y no se sabe hasta qué punto éstos fueron "nacionalizados".

El gobierno estadounidense siguió "innovando": Dio créditos con dinero del contribuyente, no sólo a los bancos sino también a las empresas y consideró la posibilidad de dar recursos directamente a los ciudadanos atrapados en hipotecas impagables. La propia Fed concedió empréstitos a otros bancos centrales y, más sorprendente todavía, absorbió títulos "tóxicos" de empresas no financieras.

Los demás países europeos garantizaron depósitos y, en cuanto a los del mundo en desarrollo, éstos se dieron prisa en distribuir dinero a manos llenas para resolver problemas financieros y para ayudar a las empresas que se enredaron en la crisis especulando con el valor de las monedas.

En fin, fue un caso más de "socialización de las pérdidas". Esa fue la breve historia financiera del año de 2008.

 Lo peor es que la crisis no ha cedido pese a las cataratas de dinero público. Dejó de ser "financiera" para volverse "económica": Las empresas no invierten, los bancos no prestan y cuando lo hacen es con mucho cuidado. Los empresarios son circunspectos y tienen miedo de expandir sus negocios; más que crédito, faltan compradores solventes. Los mercados se están encogiendo y se encogerán aún más porque, con la socialización de las pérdidas, hubo una pérdida sustancial de riqueza o, como diría Marx, se está quemando la plusvalía.

La riqueza financiera cambió poco, pues ésta es poca cuando falta la confianza. "Pulvis est et in pulvis revertere", como le sucede al cuerpo cuando el alma lo abandona.

En estas situaciones, el "mercado", es decir, empresarios e inversionistas, sólo confía en el gobierno. Más grave aún: el gobierno confía en poder resolver la crisis. ¿Cómo? Dando dinero e invirtiendo. Sólo que para hacerlo se endeuda y no resuelve de inmediato las aflicciones de todos porque el miedo norma el consumo y la economía contemporánea hace la asociación entre mercados volátiles y consumidores ávidos, movidos por la publicidad. Sin consumidores no hay salvación y el principal consumidor no son los individuos, sino las empresas. Esto es, la inversión.

Como conviene disponer de una autoridad intelectual por encima de la sospecha de querer abrir el cofre, el pobre Lord Keynes es usado como si fuera el padre de la socialización de las pérdidas y del gasto público indiscriminado. Y como también siempre es bueno tener un culpable, se señala a la "globalización" como responsable de lo que es inherente al capitalismo, la especulación, y por la falta de controles en la economía estadounidense, principalmente, por cuyos desmanes, ahí sí, pagaremos todos. Como el diagnóstico es precario, las barreras proteccionistas, sumadas al gasto público, serían el antídoto a los maleficios de la "globalización".

Y con eso, en vez de que se resuelva la crisis (la solución vendrá con dolor y lágrimas, sobre todo de los desempleados, víctimas inocentes de los abusos, por la constante pérdida de plusvalía hasta que, llegado al fondo del pozo, el alma de los capitalistas tenga un nuevo aliento de vida), se prolonga el sufrimiento y se sueña en un mundo no globalizado, como si eso fuera posible con el desarrollo tecnológico y la interrelación comunicativa actuales.

Eso no quiere decir que no haya nada que hacer, que haya que esperar a que el mismo mercado purgue sus pecados. Los gobiernos sí necesitan actuar, pero mirando hacia el futuro, ayudando a la inversión productiva, sea ésta pública o privada. Y no endeudando al pueblo (que poco sabe que pagará los costos) para salvar a quien es insalvable. Sin olvidar que el ahorro público (que en el caso de Brasil es negativo) es insuficiente para dinamizar un sistema que es capitalista y que la ayuda a los costos de endeudamiento futuro desembocarán en más aprietos o en inflación.

En cualquier caso se reducirán las posibilidades de una recuperación saludable del crecimiento económico.

Por último, conviene decir que la reducción de la riqueza global ofrece a todos, incluso y principalmente a los gobiernos, la oportunidad de repensar el futuro.

O se aumentan las regulaciones financieras globalmente (sin sofocar la capacidad de innovación, madre del desarrollo) y se repiensa el modelo cultural de consumismo desenfrenado y dilapidación de los recursos naturales, o la recuperación de mañana podría ser más nociva de lo que fue la etapa que se está agotando.

Fernando Henrique Cardoso, sociólogo y escritor, fue presidente de Brasil del 1 de enero de 1995 al 1 de enero de 2003.

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