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La selección del regalo perfecto para los enamorados

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(Nota del editor: Esta carta enamorada se redactó para Hispanic Link News Service hace 24 años. La autora Elsa y su novio Paul ha estado casados casi dos décadas ahora –pero no la una con el otro; al final optaron por otros esposos. Elsa y su esposo Darryl Wong viven en Rancho Santa Fe, California, con su pequeño hijo y dos hijas adolescentes, quienes se ríen del temprano romance de su madre y que para seleccionar y escoger han añadido a su panorama cultural la herencia de la China).

   Dos hombres, dos mujeres y un hombre más  Yo fui la cuarta, la menor de las mujeres.

   Tres de nosotros salimos bajitos, de piel oscura y gruesos, como nuestra mamá.  Los otros dos resultaron parecerse más a nuestro padre, más ligeros y más altos.

   Nuestro padre anglo-americano acostumbraba a hablarnos en inglés.  Nuestra madre mexicana empleaba el español.  Pero, respecto de un asunto me costaba creerles en ninguno de los dos idiomas.

   Interminablemente, nos decían cuán afortunados éramos de ser sus hijos.  Más de mil veces – puede que 10,000 – nos decían:

   “Ustedes son doblemente afortunados.  Tienen para escoger de entre dos grandes culturas.  Pueden seleccionar lo mejor de cada una de ellas”.

   Para saber que no era verdad, todo lo que tenía que hacer era mirarme al espejo.  Junto con dos de mis hermanos, yo tenía la piel oscura, el cuerpo bajito y rechoncho y las mejillas mofletudas.  Nadie me había dado a escoger.  Yo era una de los “mexicanos”.

   Mientras crecíamos en California, yo quería parecerme en gran medida a mi hermana mayor.  Estaba celosa de su piel agradable, sus pómulos altos y su cuerpo grácil.  La envidiaba por los amigos que tenía y los jóvenes a los que atraía.

   Periódicamente compartía mis dificultades de adolescente con mi madre, quien me aseguraba que mi piel parda era bonita y que mi día habría de llegar.  “Paciencia”, me aconsejaba.

   No fue sino hasta después de terminar la escuela secundaria que empecé a perder mi gordura infantil.  Crecí unas cuantas pulgadas hasta alcanzar mi estatura actual de cinco pies y una y media pulgadas.  Las mejillas mofletudas se quedarán conmigo, probablemente, hasta que muera.  El transcurso del tiempo y la dieta me ayudaron a suavizar mis preocupaciones por lo físico, pero todavía me molestaban mis “diferencias”.

   Siempre que visitaba los hogares de amigos no hispanos, me sentía incómoda.  Puede que fuera el pan en la mesa, en vez de las tortillas.  Puede que fuera lo ordenado de sus casas y el modo formal, casi impersonal, de hablarse entre ellos.

   En la universidad, me acostumbré a cambiar de un lado al otro culturalmente – a ser chicana en los grupos chicanos y actuar como anglo-americana en los grupos anglo-americanos.

   En mi segundo año, cuando empecé a salir con un anglo-americano alto que parecía palitroque, llamado Paul, ponía mi cara anglo-americana para estar a tono.

   Pero esto no funcionó cuando lo llevé a mi casa para conocer a mi familia.  En nuestra casa reina la cultura hispana.  Paul se vio rodeado de tortillas y abrazos y del ruido y las bromas extravagantes con las que había crecido.  No se le permitió quedarse detrás y observar.  Lo tomaron por el pelo rubio y lo impulsaron hacia dentro de nuestra familia mis hermanos, mis padres y sus compadres.  Le importunaron sin misericordia acerca de su color pálido, su altura de jugador de baloncesto, sus modales anglo-americanos y hasta su incapacidad para tragarse los chiles jalapeños.

   El sobrevivió al choque cultural inicial.  Las tortillas le gustaron en seguida.  Aprendió a bailar al estilo chicano, mostrando el mismo entusiasmo y la misma falta de ritmo que caracterizan a mi padre.

   Regresó por otra dosis.  En la universidad en Sacramento, después de una tarde de estudiar juntos, o de ver una película, en vez de ir al McDonald’s para comprar una hamburguesa, íbamos a la cocina más próxima y nos preparábamos unos huevos con chorizo.  El continuó comiendo chorizo aún después de leer la lista de los ingredientes en la etiqueta.

   Se inscribió en una clase de español y llegó a tener interés en los asuntos hispanos, como la enseñanza bilingüe y la acción afirmativa, así como en nuestra historia y nuestra cultura.  Se complacía extraordinariamente en rectificar mi español cuando yo cometía faltas gramaticales o utilizaba un tiempo incorrecto.  Algunas veces yo me preguntaba quién era el que hablaba español como primer idioma.

   Todavía se halla grabado en mi memoria el vacío que él me describía ocasionalmente, refiriéndose a “crecer como un niño completamente estadounidense”.  El me decía cuán afortunada era yo por ser parcialmente mexicana también.  Me decía: “Qué sortuda eres. Tú tienes cultura”.

   Algunas veces me pregunto si llevé a Paul demasiado lejos y con demasiada rapidez en su iniciación hacia dentro de mi segunda cultura. El anda actualmente por la Universidad de California, recinto de Santa Bárbara, alegando ser mexicano.  Firma sus cartas “Pablo” y responde a la llamada de “güero” (designación mexicana de las personas blancas y rubias).

   Ahora yo estoy en Washington, D.C. Él está aún en California.  Nuestra felicitación por el Día de los Enamorados, en ambas direcciones, será en español, estoy segura.  Es un idioma más apropiado para manifestar el amor.

   “Te quiero mucho”, nos diremos recíprocamente.

   Para mis padres, compraré una tarjeta con un mensaje bilingüe especial.  Así sabrán ellos que no tienen que darme la charla de “seleccionar y escoger” ya más.  Mi amigo Paul/Pablo me ha convencido.

   (Email:[email protected])

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