Aquel hombre se detuvo frente a la raíz que emergía del suelo como un pensamiento que nadie había pedido. El parque se adensaba en un silencio agudo, pero la tarde siguió moviéndose tras las ramas, ignorante de su propia existencia. Observó la raíz, uniforme y ajena a toda razón, aunque sólidamente real. Entonces lo sintió, no un vértigo sino una sacudida lenta que le rozó el estómago y le recordó que el mundo no estaba hecho a medida de sus ideas.

El paso de un niño despertó algo en él. Una imagen borrosa de sí mismo corriendo por este mismo parque décadas atrás, pero el recuerdo llegó y se marchó como una ráfaga, atravesándolo sin quedarse. El pasado no lo puede cargar ningún hombre. Solamente nos pertenece nuestro cuerpo, un cuerpo que no puede albergar todos los recuerdos que tiene. Los recuerdos llegan y nos atraviesan cuando algo los activa, pero permanecen en el pasado, ese pasado que nadie puede cargar en el bolsillo.

El canto remoto de un ave, la aspereza del banco oxidado, todo parecía conspirar para mostrarle que las cosas son, simplemente. No tenían necesidad de su mirada, ni de su nombre, ni de la historia que él quisiera contarles. En esa claridad extraña descubrió que la raíz, el banco, incluso su propia mano, compartían un secreto huidizo. Existían porque sí, sin pretexto ni destino.

Permaneció inmóvil unos segundos, quizá una eternidad íntima, hasta que la primera farola se encendió con un zumbido tenue. El resplandor naranja golpeó la corteza y la hizo brillar con indiferencia luminosa. Lo que lo atravesó fue el eco de un universo que se sostiene en pie sin justificación, recordándole con silenciosa ternura que su presencia era apenas otra fibra temblorosa en la vastedad de lo innecesario, y que los recuerdos que creía suyos no eran más que fantasmas que visitaban su cuerpo sin pedirle permiso para quedarse.