[Op-Ed] Apoyo al pollo
La historia de un pollo frito está sacudiendo las fronteras del derecho y del patriotismo, y la
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La historia de un pollo frito está sacudiendo las fronteras del derecho y del patriotismo, y la chispa saltó cuando se supo que una sociedad llamada Frisby España SL registró el nombre, la tipografía y la gallina mascota de la cadena para operar en la península. La Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea (EUIPO) abrió un proceso de cancelación contra la inscripción original de Frisby S.A. BIC por falta de uso efectivo en Europa, otorgándole apenas dos meses para probar actividad comercial. El hallazgo provocó la campaña digital #NosDamosAPollo: competidores, funcionarios y tuiteros de ocasión decoraron la red con emojis de alas crujientes y proclamas patrióticas. El menú del día pasó de salsa BBQ a indignación transatlántica.
Bajo la lupa estricta de la UE, una marca debe usarse dentro de los cinco años siguientes a su registro, o de lo contrario caduca. Esa regla, razonable para evitar el acaparamiento, se convierte en una espada de doble filo cuando un tercero aprovecha la inacción para colonizar un signo ajeno. Frisby España alega que el registro colombiano bloqueaba la libre competencia porque nunca abrió un local en Madrid. Sin embargo, la cláusula de «non-use» no autoriza per se apropiarse de un nombre notoriamente vinculado a otro origen, sobre todo cuando se copia el logotipo y hasta la gallina estilizada que guiña el ojo. La línea entre astucia empresarial y parasitismo es bastante fina.
El quid, por tanto, no se limita solamente a un tecnicismo de propiedad industrial sino al concepto más amplio de competencia desleal. El artículo 10 bis del Convenio de París exige sancionar cualquier acto que genere confusión respecto del establecimiento o que implique explotación del prestigio ajeno. La jurisprudencia del Tribunal Supremo insiste en que la reputación puede cruzar océanos, bastando que el consumidor medio vincule el signo con su titular original. No se necesita presencia física previa para invocar notoriedad, por ejemplo, Coca-Cola ganó pleitos en la Unión Soviética antes de vender la primera botella. El alegato de Frisby Colombia, por tanto, no es un antojo exótico sino que tiene bases asentadas en la doctrina consolidada.
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Mientras los abogados revisan precedentes, el debate público revela tensiones más profundas. Colombia gasta millones en campañas de “marca país”, pero invierte poco en acompañar a sus empresas en litigios extraterritoriales. El Gobierno aún sopesa si intervenir diplomáticamente. El Ministerio de Comercio cita el Acuerdo de Asociación con la UE que incluye un capítulo sobre indicaciones geográficas y marcas notorias, pero no ofrece un salvavidas procesal. Cuando el café y las flores han sorteado batallas similares, cada empresa ha navegado sola. A falta de respaldo institucional, el activismo digital se convierte en el condimento principal de la cocina, y si, tal vez sube la moral, pero no firma sentencias.
El costado más sabroso del caso es cultural. En cuestión de horas, KFC, Kokoriko e incluso la Presidencia se unieron a la defensa “lo auténtico no se copia, se respeta”. Esa hermandad empresarial es inédita en un mercado históricamente adobado con competencia feroz. El litigio jurídico mutó en telenovela gastronómica interactiva, regalo soñado para cualquier gerente de mercadeo con presupuesto limitado.
Desde el tablero legal, los caminos están claros y ninguno es barato. Frisby puede aportar pruebas de uso real, envíos ocasionales a consumidores europeos, licencias de delivery, ferias gastronómicas o incluso presentaciones en vuelos transatlánticos. Una acción por competencia desleal ante los juzgados mercantiles de Madrid añadiría presión cautelar. También cabe interrogar al propio empresariado colombiano. Frisby registró la marca europea en 2005, pero nunca aterrizó con un restaurante pop-up ni con una franquicia piloto. Mientras cadenas de jugo abren quioscos hasta en aeropuertos africanos, el pollo pereirano se quedó en vuelos de conexión. El caso enseña que la globalización castiga la pasividad, quien no usa, pierde. Para América Latina, el mensaje es un poco más contundente, y es que exportar identidad sin concretar presencia comercial convierte la marca en presa fácil de cazadores oportunistas que operan con una rapidez voraz.
El expediente recuerda que la reputación corporativa es tan frágil como un vaso. En la economía de las plataformas, la identidad visual viaja más rápido que las mercancías, y protegerla exige vigilancia global. Si Frisby triunfa, sentará un precedente alentador para otras firmas latinoamericanas que empiezan a vender narrativa antes que producto. Si fracasa, el desconsuelo servirá de advertencia, en tiempos de copy-paste, dejar la marca sin uso efectivo se paga a precio de oro y el consumidor quedará condenado a confundir nostalgia con copia barata en cualquier menú digital.
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