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El ciclo interminable

CARTAGENA, Colombia— La derecha quizás haya ganado algunas de las guerras en Latinoamérica, pero la izquierda, sin duda, la ha superado en ganarse la historia…

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CARTAGENA, Colombia— La derecha quizás haya ganado algunas de las guerras en Latinoamérica, pero la izquierda, sin duda, la ha superado en ganarse la historia. Mientras la historia no sea más honesta, sin embargo, es probable que las guerras sigan teniendo lugar.

Resueltas narrativas sobre imperialistas y oligarcas codiciosos ayudaron a crear la destructiva dictadura de Cuba y la que está emergiendo en Venezuela. También ayudan a explicar el hecho de que muchos líderes democráticos de Latinoamérica no hayan condenado a ambas.

Ésos son los dos ejemplos obvios, pero existen otros más sutiles en muchos de los países aparentemente más ilustrados de la región —y son más serios por su amplia influencia.

En Argentina, los gobiernos consecutivos de esposo y esposa, de Néstor y Cristina Kirchner, ayudados por los tribunales, han reabierto investigaciones sobre las desapariciones y torturas de la “guerra sucia” bajo las juntas militares de los años 70 y 80. Por haber vivido en el país en aquel momento y haber sido hostigado muchas veces por los insidiosos servicios de inteligencia de los militares, puedo garantizar que lo que ocurrió fue espantoso.

Una comisión de la verdad dirigida por el sensato escritor liberal, Ernesto Sábato, detalló la mayoría de los abusos hace 26 años. Lo que están haciendo los Kirchner es reescribir la historia, omitiendo en gran medida la responsabilidad que tuvieron los grupos terroristas de la izquierda y los miembros jóvenes del Partido Peronista. Estos grupos bombardearon y mataron, crearon tal temor que la población argentina pidió, abrumadoramente, que los militares derrocaran un gobierno débil y tomaran medidas severas.

En esos años, grupos radicales similares provocaron el sangriento golpe de estado en Uruguay, fueron mucho más allá de la autoridad concedida al presidente Salvador Allende en Chile, y lanzaron guerras indiscriminadas en América Central. Trabajé como reportero en todos esos lugares también y, sin duda, el origen de esos conflictos yace, en parte, en injusticias de clase. Pero también es cierto que los pobres a menudo no compartieron los objetivos de las revoluciones y la violencia de la izquierda se convirtió en un fin en sí mismo.

Impedir la impunidad es positivo, pero eso se aplica tanto a los terroristas de izquierda como a los “escuadrones de la muerte” de la derecha.

Un sesgo narrativo similar rodea las iniciativas de los acuerdos de paz. En el actual conflicto de Colombia contra las guerrillas de izquierda de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, hay creciente presión sobre el saliente gobierno colombiano de Álvaro Uribe y sus patrocinadores norteamericanos para buscar una solución política.

Los intelectuales de izquierda y los activistas de los derechos humanos de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa que están ejerciendo la presión —y más tarde narrarán la historia— culpan, implícita o explícitamente, al gobierno por la violencia. Y, sin duda, éste tiene parte de la culpa. Pero lo que estos críticos, ya sea ciega o cínicamente, se niegan a encarar es la cuestión de qué hacer cuando el bando de la guerrilla prefiere luchar.

El prototipo de lo que los críticos querrían ver sucedió hace 20 años, esta semana. Coincidentemente, fue en Colombia con otra facción insurgente, el M-19. Éste fue el grupo que en 1985 tomó el edificio de la Corte Suprema colombiana, lo que produjo la muerte de más de 100 personas, entre ellas varios jueces, en una batalla con el ejército. Cinco años más tarde, el M-19 entregó las armas y hoy en día, un ex guerrillero, Gustavo Petro, es candidato a la presidencia como líder del partido de izquierda Polo Democrático. Otro ex guerrillero del M-19 es gobernador. Otros más, aún, están en el Congreso y miembros de las bases se han integrado en toda la sociedad.

La lección del acuerdo de paz con el M-19, sin embargo, es que fue posible sólo después de que ninguno de los dos bandos pudo llegar a la victoria y cuando los guerrilleros estaban desgastados. Las partes no negociaron como iguales. El gobierno exigió y obtuvo un cese del fuego. Aún así, los funcionarios de Bogotá cumplieron la promesa de convocar una convención constituyente. Un candidato presidencial del M-19 fue asesinado, aparentemente por malhechores de derecha, pero el compromiso del gobierno con la justicia fue tal que el M-19 siguió el camino de la paz.

El acuerdo de paz del M-19, y más tarde el de El Salvador, probaron que las soluciones políticas son posibles en las guerras del Tercer Mundo. Pero hoy, en Colombia, las FARC han demostrado que quieren la guerra. No tienen por qué no quererla. Tal como señala Mauricio Cárdenas, de la Brookings Institution, “Las FARC tienen dinero de la droga y el apoyo de Hugo Chávez en la vecina Venezuela, que comparte los mismos objetivos”.

Una narrativa histórica que no incluya la responsabilidad de la izquierda en la violencia y en otros males, engaña a las nuevas generaciones de jóvenes que se ven tentadas por nuevas revoluciones. Eso, a su vez, provoca el retorno de los generales. 

La dirección electrónica de Edward Schumacher-Matos es [email protected].

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