Lecciones que necesitamos aprender
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La mayoría de los estadounidenses tiene raíces inmigrantes; yo no soy una excepción. Mientras que la familia de mi madre era nativa de América del Norte (Prairie Band Potowatomi), la herencia de mi padre es francocanadiense. Creciendo en los años 50, yo era muy consciente de que la Canadá de habla francesa –Quebec– estaba entre las regiones más profundamente católicas en el mundo. Durante más de 200 años, la Iglesia en Quebec no sólo predicó el Evangelio, educó a los jóvenes y ministró a los pobres y enfermos, sino que también mantuvo la lengua y cultura francesa frente a la mayoría protestante de habla inglesa de Canadá.
La Revolución silenciosa de Quebec destruyó todo eso en sólo unas pocas décadas. A partir de mediado del siglo XX y muy aceledaramente después del Vaticano II, los quebequenses abandonaron la Iglesia en tropel. Hoy apenas el 5 por ciento de los quebequenses asisten a misa regularmente. La Iglesia es a menudo vista como un objeto de desprecio. ¿Cómo sucedió? No hay ninguna razón individual. Los líderes de la Iglesia se buscaron algunos de los problemas por sus excesos de confianza, la inercia y la incapacidad para ver cómo cambiaba el terreno de su pueblo. El consumismo colonizó a los fieles laicos; y la cultura llegó a ser dominada por líderes nuevos y altamente secularizados en política, educación y medios de comunicación.
El partido gobernante de Quebec –el Partido Quebequés (PQ)– ahora está presionando por una Carta de Valores de Quebec. La Carta busca solidificar a Quebec como un estado laico. Los obispos de Quebec han expresado preocupación acerca del impacto de la Carta sobre la libertad religiosa –no sólo para las minorías como los musulmanes o sijes, sino para los católicos también. En términos más generales, los críticos han atacado el PQ por el uso de la democracia liberal y la neutralidad religiosa como pretexto para su hostilidad contra cualquier rol religioso vigoroso en la arena pública.
Por supuesto, Estados Unidos tiene una historia muy diferente a la de Canadá y especialmente a la de Quebec. Incluso en Quebec, el apoyo a la propuesta Carta ha disminuido en las últimas semanas a medida que la crítica ha aumentado. La libertad religiosa está incrustada profundamente en la Constitución de Estados Unidos. Así que ¿por qué nada de esto debe importar a los católicos estadounidenes?
Es importante porque el impulso de amordazar la fe religiosa como una fuerza pública, confinando el testimonio religioso a las iglesias y las casas particulares; de intimidar a los ministerios relacionados con la fe para que nieguen sus principios religiosos con el fin de hacer su trabajo público, ahora es tan real en los Estados Unidos como en Europa y Quebec. Simplemente toma formas diferentes.
Las lecciones que podemos aprender de eventos como los de Quebec son dos.
Aquí está la primera lección: nuestra fe tiene que ser algo más que un hábito nostálgico; más que un ejercicio sentimental de buena voluntad; y la Iglesia tiene que ser algo más que una institución religiosa. El cristianismo, como famosamente escribió C.S. Lewis, es una «religión en lucha» –no en el sentido de beligerancia o mala voluntad, sino como una lucha contra nuestros propios pecados y complacencia; una lucha para entregarnos totalmente a Jesucristo y luego traer Jesucristo al mundo.
Como individuos y como Iglesia, si no tenemos una inquietud por Dios, una pasión por Jesucristo y los pobres y necesitados que él ama, entonces deberíamos dejar de convencernos de que somos cristianos. Una religión de palabras y hábito, una religión sin arrepentimiento interno diario y compromiso, se ahueca de adentro hacia afuera. Y puede evaporarse en una noche.
Aquí está la segunda lección. Si no vivimos nuestra fe católica y defendemos vigorosamente nuestra libertad religiosa, entonces tarde o temprano perderemos ambas. Durante más de un año, los obispos de Estados Unidos han recalcado repetidamente la naturaleza coercitiva –incluso vengativa– del mandato anticonceptivo HHS (por sus siglas en inglés) de la actual administración. No se «necesita» este mandato como una cuestión de salud. Es puramente una imposición ideológica en la libertad de las comunidades religiosas y de las personas a vivir sus convicciones en sus obras públicas. Si los católicos fracasan en resistir esta coacción, luego vendrán más coerciones. Es así de simple.
Nadie comprende la naturaleza de este tema mejor que el cardenal de Nueva York Timothy Dolan, y deberíamos considerar sus palabras al cerrar la columna de esta semana:
«La Iglesia católica en América ha sido líder en la prestación de cuidado de salud asequible y en la promoción de políticas que promueven esa meta. Los obispos en un ámbito nacional han luchado por esto durante casi cien años, y nuestras heroicas mujeres y hombres religiosos han hecho aún más. Sin embargo, en lugar de emplear nuestro tiempo, energía y recursos en aumentar el acceso a servicios de salud, como lo hemos hecho durante muchas décadas, ahora estamos obligados a gastar esos recursos en determinar cómo responder a las regulaciones gubernamentales recientemente promulgadas que restringen y se imponen en nuestra libertad religiosa. Los católicos –nuestros padres y abuelos, hermanas y hermanos religiosos, y sacerdotes– fueron los primeros a la mesa en avanzar y proporcionar una atención de salud, y ahora nos están atosigando por los mismos valores católicos que nos llevan a estos ministerios. Todo esto en un país que pone la libertad religiosa primero en la lista de sus más apreciabas libertades. Como he dicho antes, ésta es una pelea que no pedimos y que preferiría no estar en ella, pero es una de la cual no huiremos».
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